Acuerdos para financiar sistema previsional, de cara al futuro

Con 74 adultos mayores de 65 años cada cien menores de 15 años, Uruguay tiene la característica de ser el país más envejecido de América Latina, lo que es un indicativo, entre otros aspectos, de la mejora de la calidad de vida en las últimas décadas, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo pasado, tanto en lo que refiere a la alimentación como a las condiciones de trabajo, mejora en la atención en salud, avances en la tecnología de la medicina, erradicación de determinadas enfermedades prevalentes y avances en el sistema previsional.
Considerando solamente los índices de natalidad y mortalidad, según un estudio del Banco de Previsión Social, nuestro país pasó de una Tasa Global de Fecundidad de 2,73 nacidos cada mil habitantes en 1950 –cuando tampoco estábamos entre los de mayor índice ni mucho menos– a una estimación de 1,9 nacidos para 2020, en tanto en la otra punta de la pirámide, la tasa bruta de mortalidad en 1950 era de 10,52 cada mil habitantes y ésta se estima en 9,21 para 2020.
El hecho de ser el país con mayor edad promedio, sin embargo, implica no solo la incidencia de una mayor expectativa de vida, sino también la contraparte de un menor porcentaje de nacimientos a medida que pasan los años. Esto es un factor a tener en cuenta a la hora de las proyecciones, por ejemplo vinculadas con la financiación de una mayor demanda de servicios de una población envejecida, precisamente.
Del informe surge asimismo que en 1950 el 8,2 por ciento de la población era mayor de 64 años, en 2010 era el 13,60 por ciento y para 2020 será el 14,7 por ciento del total de uruguayos. Ello quiere decir que hoy es casi el doble que en la primera mitad del siglo pasado, y para 2050 las previsiones son de que por cada cien menores de 15 años habrá casi 119 adultos mayores de 64 años, por lo que en términos absolutos los adultos mayores habrán crecido cuatro veces más que los menores.
Decíamos que estas cifras tienen sus aspectos positivos y negativos, si se tiene en cuenta que un menor número de nacimientos y la mayor expectativa de vida significa inequívocamente que estamos ante un envejecimiento de la población que implica desafíos adicionales a los que se dan en los países desarrollados, que tienen en general la misma pirámide etaria y con la misma tendencia. Solo que en nuestro caso se llega con disponibilidad de recursos cada vez más distante de lo que se necesita, así como coberturas que dejan que desear, sobre todo en la seguridad social.
No es un tema que nos tome de sorpresa ni mucho menos, y este es precisamente un lado oscuro de la problemática, porque por regla general los actores políticos tienen muchos reparos en abordarla frontalmente debido a que se trata de una evolución en plazos que trascienden un período electoral, que es por lo general el período máximo en que se adoptan decisiones en nuestro sistema político.
Para generar respuestas, se necesita no solo apertura mental y perspectivas de mediano y largo plazo, sino a la vez la búsqueda de consensos con los compromisos consecuentes para que no sea un solo partido el que pague el precio de encarar medidas que –a menos que se invente algo que por ahora no está en el horizonte– no resultarán simpáticas.
Este análisis desde hace mucho tiempo debería estar en la mesa de trabajo, pero a menudo los actores políticos lo soslayan, desde que es un tema que no dará réditos electorales, sino que de una u otra forma implica costos políticos que se procura diluir en el tiempo.
Por más que se de vueltas al asunto, reaparece como el eje de la cuestión la sustentabilidad del sistema de seguridad social ante el aumento de la población mayor. Los recursos disponibles y las exigencias que se irán acentuando a la hora de atender la calidad de vida de este sector de población, que de una forma o de otra siempre recaerá sobre los actores activos, es decir los que financian el sistema.
Y en este contexto, desde el punto de vista de la seguridad social y sobre todo el sistema jubilatorio, si bien a menudo se utilizan expresiones rebuscadas, resulta que el aumento de la edad para jubilarse se torna un factor clave, aunque no el único, al manejarse por ejemplo la posibilidad de prerretiros o retiros graduales. Difícilmente se podrá zafar de medidas que lejos de dar réditos, impliquen pagar costos políticos de los que nadie quiere hacerse responsable, porque el sistema político no se decide a encarar en forma abierta su tratamiento.
Como muestra de lo que cabe esperar en un futuro no muy lejano, el BPS ya tiene un déficit de cientos de millones de dólares anuales y sus propios informes técnicos indican que se incrementará hasta ser insostenible en los próximos años. Pero a la vez tampoco se exponen posibles respuestas, porque resulta una quimera promover alternativas del tipo de las que hasta ahora tampoco han sido una solución definitiva para los países desarrollados, que tienen economías muy poderosas y que aún así no serían extrapolables sin medidas antipáticas.
Pero tal como vienen las cosas, como se desprende del informe a que hacemos referencia, con una relación activo-pasivo que dista de ser la ideal y con este ritmo de envejecimiento poblacional, los esquemas diseñados para otra relación entre las franjas etarias y las consecuentes necesidades del sistema, no pueden postergarse las decisiones.
Es ineludible y urgente un entendimiento político interpartidario con responsabilidades compartidas y de las que todos los involucrados con poder de decisión deben hacerse cargo llegado el momento, porque es un tema de las actuales y de las próximas generaciones.