¿Quiénes se creen las redes sociales que son?

Twitter, Facebook e Instagram “en modo Dios”, como dirían en España, han suspendido o “cancelado” para usar terminología actual, al aún presidente de los Estados Unidos, Donald Trump. Se puede meter en la misma bolsa a Google y a Apple, que decidieron silenciar la red social alternativa Parler, mayoritariamente utilizada por seguidores trumpistas para esquivar las limitaciones de contenido que encontraban en las anteriores, y que apuntaba a convertirse en el principal canal de comunicación de Trump con el movimiento MAGA (Make America Great Again).
Tal vez a alguno de los inspirados directores de cine de Hollywood y alrededores se le ocurrió algún pasaje en el que el presidente de los Estados Unidos fuese silenciado por una decisión empresarial (en Eagle Eye, año 2008, dirigida por D.J. Caruso y escrita por Dan McDermott, una inteligencia artificial se hace cargo de la conducción del país e impone un régimen de miedo, pero no fue a partir de la decisión de una corporación, sino por una iniciativa de seguridad fallida, nacida del mismo estado).
Por supuesto que esta determinación no se habrá adoptado de forma inconsulta, pero formalmente no medió una orden judicial ni una determinación del poder legislativo en ese sentido, así que, por lo que se supo oficialmente, algunas empresas decidieron que no permitirían que el mandatario electo por la población –aún en ejercicio de sus funciones, por más que recientemente hubo otras elecciones en las que fue derrotado– se expresara por su intermedio.
La canciller alemana Angela Merkel fue de los primeros jefes de estado en expresarse al respecto y advirtió sobre los riesgos que supone este accionar de parte de las empresas tecnológicas, a través de su portavoz, Steffen Seibert. Si bien dijo compartir que en ciertos casos se debe intervenir en algunos contenidos, esto debe ocurrir siguiendo el marco de órganos legisladores, no por “decisión corporativa de plataformas en las redes sociales”. Seibet manifestó que “Bajo este punto de vista, la canciller ve problemático el cierre permanente de las cuentas del presidente estadounidense”. Merkel cree que los encargados de las redes sociales tienen una gran responsabilidad para que “la comunicación política no resulte envenenada por odio, mentiras e incitación a la violencia” y agregó que nadie puede quedarse de brazos cruzados cuando las plataformas son usadas para difundir ese tipo de contenidos, pero el marco para regularlo, según la mandataria, debería ser definido por los gobiernos.
Pero hay un problema más de fondo, al que tal vez dentro de 100 años los sociólogos y politólogos hayan encontrado un nombre simpático para describirlo, que las redes sociales han acelerado, pero que ya se venía manifestando, o más, tal vez nos viene acompañando desde hace mucho tiempo.
En todo caso, esta determinación de silenciar a Trump no es más que el reconocimiento de la parte que han tenido en este problema (lo silenciaron, por ende asumen que hay un problema) que tuvo su punto más alto en la toma del capitolio, sede del legislativo federal, en Washington DC, por seguidores del presidente, convocados por este. Pero, si vamos al caso, el problema viene de más atrás, y es en parte la explicación de por qué llega a la Casa Blanca un personaje con el perfil de Trump. Para traerlo más cerca, y salvando las distancias, es como si a la presidencia argentina hubiese llegado Ricardo Fort, un personaje mediático de buen pasar económico y con tendencia a la sobreexposición mediática. Ninguno de los anteriores presidentes de los Estados Unidos encajaba en ese perfil.
En la película The social dilemma, estrenada en Netflix en setiembre del año pasado, se expone cómo funcionan las redes sociales. De acuerdo a un reporte de la BBC en este “docudrama” (le película combina entrevistas y dramatizaciones) se explica que “cuantas más horas pasa un usuario conectado a sus redes sociales, más información detallada sobre hábitos, gustos y características de consumo acaba exponiendo”. Prosigue indicando que estos datos “son recopilados y organizados mediante algoritmos que mapean los ‘me gusta’ y los comentarios, analizan los tiempos de lectura y la exposición a las imágenes, y alimentan enormes servidores (algunos de ellos alojados en submarinos). Luego, se ofrece información sobre los usuarios a los clientes, desde marcas de cosméticos y universidades, hasta políticos y gobiernos, que pagan millones de dólares por mostrar productos o ideas a audiencias que estén dispuestas a participar”.
Pero no solo ocurre eso, los mismos usuarios vamos recibiendo, además de la publicidad paga por los actores mencionados, “contenidos” que se relacionan con nuestros propios intereses. De esta forma se va creando una especie de túnel, en el que la mayor parte del tiempo que estamos interactuando en redes, estamos viendo “contenidos” de no más de tres o cuatro temas. A quien le guste las carreras de Fórmula 1, se le sugerirán videos, noticias o lo que sea relacionado con este tópico. Lo mismo ocurrirá con los fanáticos del ballet, la astronomía, el teatro, etcétera. Pero si uno consume por voluntad propia cierta cantidad de documentales sobre la teoría de la planicidad de la Tierra, cada vez más en su pantalla verá contenido de este tipo; lo mismo ocurre con quienes se oponen a las vacunas o quienes creen que el SARS-CoV-2 fue desarrollado sintéticamente en un laboratorio.
Así, las redes sociales, sin quererlo, se fueron convirtiendo en tierra fértil para un fenómeno cuya denominación masificó el mismo Trump, las fake news, o “noticias falsas”, término luego corregido hacia “desinformación”. Porque esta misma desinformación aporta argumentos (a veces con cierta lógica aún en su error, otras veces rotundamente disparatados) para sostener cualquier tipo de debate y legiones de usuarios los repiten, comparten y retuitean sin descanso.
“Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los necios”, advertía Umberto Ecco en 2015, pocos meses antes de su partida.
Esta reacción de “banear” a Trump es un reconocimiento de su responsabilidad y es una forma de asumir que no saben cómo responder a este problema que han desatado. Silenciar a un presidente es una decisión extrema, es un punto de no retorno, pero además no es ni de cerca una solución: como decimos acá, es tirar la pelota al óbol (outball).
Este rompecabezas es un precio demasiado caro por un servicio cuya virtud más reconocida por sus usuarios, es recordar las fechas de cumpleaños de sus amigos.