Volver a estudiar

El hambre de conocimiento es una característica del ser humano que nos ha empujado a crecer y evolucionar. Este hambre no sabe de edades, tal vez está más ligado a nuestra personalidad que a nuestro reloj biológico, pues está demostrado que el ser humano está capacitado para adquirir nuevos conocimientos durante toda su vida.
En nuestras sociedades envejecidas, cada vez más personas mayores de 65 años, una vez jubiladas, ven en esta etapa la oportunidad de aprender aquello “que siempre quisieron y no tuvieron el tiempo”, aquel “pendiente”, ya sea por cuenta propia, anotándose a cursos o incluso comenzando una carrera universitaria aprovechando esa libertad que les concede su nueva situación de retirados.

Esta decisión es altamente positiva. Analicemos esto desde diferentes ángulos.
Al aprender y estudiar, la estimulación cerebral produce un beneficio claro para el cerebro, ejercitando nuestra memoria y retrasando el deterioro cognitivo que se acentúa a medida que nuestra edad avanza, conllevando esto al mantenimiento de nuestra independencia y autonomía por más tiempo.

Esta estimulación de nuestro cerebro, conjuntamente con los beneficios a nivel del mantenimiento de las interacciones sociales, reducen el riesgo de caer en una depresión.
Es normal que durante la vejez se dé un empobrecimiento de nuestras redes de apoyo, nuestros hijos están ocupados con las familias que han formado y con sus trabajos, la jubilación nos deja sin nuestros vínculos laborales, incluso algunos amigos y familiares pueden ya haber fallecido. Al comenzar a estudiar pasamos a formar parte de un nuevo grupo, nos da un nuevo rol y acrecienta nuestro sentido de pertenencia, a la vez que generamos nuevos vínculos y nuevas redes de apoyo.

Asistiendo a clases nos vemos obligados a mantener relaciones sociales con otros alumnos y profesores; realizar trabajos en grupos nos impulsa a “aggiornarnos” para entender los códigos de las generaciones más jóvenes, y a su vez aportar desde nuestra experiencia nos lleva a sentirnos útiles y ésto, claro está, aumenta nuestra autoestima. Podemos decir entonces, que el estudio resulta un claro antídoto contra la soledad, soledad que suele ser un transitado camino hacia la depresión.

Por otro lado, el estudio nos ayuda a mantener un proyecto de vida, algo que no siempre sucede tras la jubilación. Por esto encontramos a muchas personas cuestionándose: “¿y ahora que hago?” sin encontrar una respuesta, situación que puede llevar al desgano, o peor aún, a la pérdida de las ganas de vivir por no encontrar un sentido a esta etapa de la vida. Estudiar implica la necesidad de perseguir ciertas metas, impuestas por una institución o por uno mismo, aprobar exámenes, realizar un trabajo, terminar una carrera. En definitiva, estas metas funcionan como una importante motivación para seguir disfrutando de nuestra vida.

El hecho de ir a clase implica de por sí un desplazamiento, lo cual ayuda a mantenernos activos físicamente. Además, esta asistencia viene acompañada del hecho de que debemos organizar nuestros tiempos y rutinas de estudio.

Por supuesto que no es necesario ir a la universidad para ejercitar este saludable hábito de estudiar.
Aprender un idioma, asistir a talleres, a cursos o seminarios, ser espectador de conferencias sobre diferentes temáticas de nuestro interés, son acciones que nos ayudarán en la tarea de mantener nuestra mente activa. Cada vez más las personas mayores se animan y eligen volver a estudiar, y más allá del motivo, ésto produce un gran número de efectos positivos tanto a nivel psicológico, como físico y social.