Desigualdad social y transversal, pese a la pandemia

La desigualdad social es un problema crónico en América Latina y el Caribe. Los diferentes regímenes de gobierno no han acercado las brechas que se extienden a lo largo de sus poblaciones. Es un asunto continental y nacional, porque situaciones de similares características se confirman en Uruguay.
El Instituto Nacional de Estadística (INE) dio a conocer los datos del empleo, desempleo e informalidad en el país, de acuerdo a las zonas geográficas. De ese análisis se desprende que Montevideo, Canelones y Paysandú son los departamentos con mayores índices de desigualdad. En el otro extremo se encuentran Flores, San José y Florida.
El contexto pospandemia permite concluir que la desigualdad presionó sobre otras variables y la COVID-19 ha sido un escenario adecuado para medir sus consecuencias en el continente latinoamericano.
La amplia visibilidad adquirida por la contingencia sanitaria permitió confirmar que se disparó la letalidad en algunos países y atrajo la mirada hasta transformar la región en el epicentro de la crisis. La falta de inversión pública en infraestructura afectó en forma desproporcionada las bases sanitarias de algunas naciones. Por esa razón, es el área más afectada del mundo en la salud y la economía.
En comparación con la población mundial, en América Latina reside sólo el 8,4% del total. Sin embargo, registró el 28% de los fallecimientos globales a causa del coronavirus.
La Organización Panamericana de la Salud estima que el gasto adecuado en salud corresponde al mínimo del 6% del Producto Bruto Interno (PBI), pero en la región hay países como Perú que invierten por encima del 3% y en Chile representa un tercio de la media de los países de la OCDE; el resto del gasto total proviene de los bolsillos de los pacientes.
Uruguay cerró el año con un déficit fiscal de 4,4% del PBI, que significó un descenso en comparación con años anteriores. El Fondo Coronavirus recibió 1,9% del PBI, o 1.100 millones de dólares que fue superior al 2020, cuando se había conformado con el 1,3% del PBI. La región acusó a la baja recaudación tributaria, que ya tenía dificultades previo a la pandemia.
En 2019, América Latina recolectó el 22% de su PBI en impuestos, en comparación al 33% de los países que integran la OCDE. En forma paralela, se trata de impuestos regresivos que no presionan a quienes pueden pagar más, por lo tanto no hay herramientas para bajar esa desigualdad.
En ese marco de circunstancias, las afectaciones sobre el empleo y el salario serán aún más visibles. Por lo tanto, las posibilidades de crecimiento –una vez finalizada la emergencia sanitaria– no serán halagüeñas. Las consultoras internacionales y economistas independientes rebajan sus proyecciones y recalculan algunos índices en los países de la región.
La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), bajó de 2,1% a 1,8%, como consecuencia de la guerra en Ucrania. No obstante, Uruguay se encuentra dentro de la economías con mayor crecimiento con 3,9%. La inflación complicará este contexto, los precios de los productos de la canasta básica seguirán aumentando y será lenta la recuperación del empleo. Son al menos tres factores que preocupan a la población uruguaya, que no está convencida de los anuncios realizados por el Poder Ejecutivo.
La región registró –en promedio– una inflación de 7,5%, pero más elevada en Uruguay y los bancos centrales auguran que se mantendrá alta en lo que resta del año.
Con el fin de acompasar este contexto complicado, el Banco Central del Uruguay resolvió lo mismo que hicieron otras entidades financieras cercanas y aumentó las tasas de interés para frenar el incremento de los precios.
En medio de este escenario, hay poblaciones que sostienen una problemática estructural desde antes de la pandemia. La disparidad en el mercado laboral entre hombres y mujeres se profundiza y la pandemia de COVID-19 es solo uno de los indicadores. Porque la brecha salarial y de desigualdad es transversal desde hace generaciones.
Las crisis no son neutrales y demuestran un mayor perjuicio en las poblaciones que ya padecían situaciones de desigualdad social. El desempleo juvenil, que en Uruguay se ubica en torno al 31% en la franja etaria entre 14 y 29 años y cercano al 10% en las mujeres, es una muestra de la transversalidad de los problemas no resueltos.
Por lo tanto, reaparece en la escena la precarización laboral con salarios más bajos, menores capacitaciones y escolarización de sus trabajadores y una mayor incidencia de la informalidad. Entonces, un aumento de las estimaciones de la pobreza. La Cepal calcula un retroceso de 10 años en materia de accesibilidad laboral en la población femenina y confirma las dificultades existentes para acceder a un empleo. En cualquier caso, los cambios generaciones y de perfiles de los trabajadores requieren nuevas metodologías para medir y estimar la desigualdad.
En este siglo XXI es necesario hallar sus causas para resolver en consecuencia. De lo contrario, continuaremos hablando de las mismas problemáticas a pesar del paso de las décadas y los cambios en las formas de trabajo.
Porque Uruguay comenzó su recuperación económica el año pasado y la producción registra mejores niveles, en comparación a la prepandemia. Pero mantiene un núcleo duro de pobreza que permanece allí a pesar del contexto internacional y otras variables. Las medidas adoptadas por los sucesivos gobiernos no lograron quitar familias de los asentamientos o acceder a puestos de trabajo. Por lo tanto, será necesario incluir factores culturales y educativos en esos entornos vulnerables para poder medir la desigualdad con una longitud de mirada a largo plazo. Un aspecto que, por el momento, se nubla con las decisiones cortoplacistas para salir de la crisis sanitaria y social que generó la pandemia.