Descontento social global, sin las respuestas a mano

Este año 2022 está signado por una creciente ola de descontento social en el mundo, que involucra no solo a los sectores de menores recursos –que suelen ser carne de cañón de los activistas con mirada ideológica– sino que también comprende el descontento de las clases medias debido al alza en los precios de los combustibles y alimentos, como el eje de la explosión inflacionaria general.
Esta ola sigue en forma inmediata y prácticamente sin tregua al impacto global de la pandemia de COVID-19, por lo que en realidad está lloviendo sobre mojado, y este es precisamente el disparador del descontento a que nos referíamos, porque en mayor o menor medida, no hay país o región que escape a esta crisis, que en este caso va de la mano con el alza desmesurada de los commodities, sobre todo el petróleo, desde la invasión rusa a Ucrania.

Al respecto Daniel Kerner, director para América Latina de Eurasia Group, una consultora internacional de análisis político y económico, expuso ante BBC News conceptos que evidentemente encuadran en este escenario, aunque no debe perderse de vista que ante el disparador que lo motiva, estamos en una burbuja de precios exorbitantes que arrastran a todos los demás, y que una vez que se disipe la espuma, está por verse donde queda la sustancia.
El punto es que en el ínterin cunde la zozobra y ella sobre todo afecta a los países y grupos más vulnerables, sin espalda financiera y con serios problemas de fondo. Pero es notorio que no es lo mismo una crisis en Europa y Estados Unidos que en América Latina, en cuanto a la afectación de la calidad de vida, y su piso es mucho más alto que el techo que se da en nuestra región, por ponerlo de esa forma.

Entre otros aspectos, Kerner reflexiona que “el efecto político más importante de una inflación alta es que aumenta el descontento social, no solo de los pobres, también de las clases medias”.
Cada vez son más las voces de analistas que advierten sobre las potenciales consecuencias políticas de la ola inflacionaria que recorre el mundo, especialmente en América Latina, la región donde ha subido más rápidamente el costo de la vida y los gobiernos enfrentan serias dificultades para frenar la inflación, luego que la pandemia dejara las arcas públicas en una situación complicada.
Aunque el común denominador es la inflación, también es cierto que cada país tiene sus propios conflictos internos y que no todos están expuestos de la misma manera a que una crisis económica provoque un estallido social como los que ocurrieron a fines de 2019, justo antes de que llegara la pandemia de COVID-19.
Para Kerner “hay dos cuestiones importantes actualmente en América Latina desde el punto de vista político y económico. Uno es el descontento social, que ya era fuerte antes de la pandemia, pero que se agravó aún más con ella. Y después los países comienzan a recuperarse, pero con poco crecimiento y muy alta inflación. Los bancos centrales de América Latina son de los que más han subido tasas de interés en el mundo”.

Además, “con la guerra se produce otro golpe inflacionario y esto se empieza a sentir muy fuertemente. El problema es que se están viendo gobiernos con pocos recursos para enfrentar la inflación”, apuntó, en tanto acotó que con esta inflación hay un alto riesgo de que las protestas puedan extenderse a varios países de América Latina, y que “lo que vemos actualmente es que la discusión sobre qué hacer con el precio de los combustibles está en todos lados”.
En Latinoamérica, reflexionó que el problema “está en Argentina, en Brasil, en México, en Perú, etcétera, y mientras siga el conflicto en Ucrania, que pareciera que va a continuar, la presión inflacionaria va a seguir. Y en ese contexto yo no veo que los gobiernos tengan mucho dinero para ayudar. No lo veo”.

Trajo a colación que “en 2019 ya veíamos el descontento en muchos lugares; es cierto que al principio la pandemia le pone una tapa al problema. Pero es que al mismo tiempo le pone la tapa y le echa más leña al fuego. La economía regional cayó, murió mucha gente, se hizo más evidente la desigualdad, lo malos que son los servicios públicos. Y la salida ha estado marcada por un bajo crecimiento con alta inflación. Creo que ahora tenemos ese descontento agravado por la pandemia y por la inflación”.
Precisó que paralelamente no hay margen para contener los precios en los derivados del petróleo, subrayando que “no están los recursos disponibles como para subir los subsidios. Y a la gente no le importa si es por Ucrania o Rusia. Lo que siente la gente es que los combustibles están caros”.

Pero sobre todo “el efecto político más importante de una inflación alta es que aumenta el descontento social. Y no solo de los pobres, también de las clases medias. Puede ser que algunos gobiernos lancen algunos programas sociales para ayudar a los más pobres, pero las clases medias no van a recibir ninguna ayuda. Entonces yo creo que esto enoja a todo el mundo. Eso hace que en las elecciones los candidatos que se presenten como representantes del cambio, o los llamados outsiders, sean más competitivos”.
Ese es precisamente el punto, la alta inflación mundial y el consecuente descontento social hace tambalear a los gobiernos de todo signo, que se quedan sin respuestas para hacer frente al problema global reflejado en lo interno, y surge la tentación lógica de que hay que cambiar, sin importar en qué dirección. La herramienta posible a mano es el voto en el siguiente acto eleccionario, en el que generalmente se responsabiliza al gobierno de turno por la situación, pese al enfoque global del problema.

Y vienen a cuento de este escenario reflexiones volcadas por el economista Germán Deagosto en el Florencio Sánchez, en el marco del ciclo de conferencias organizado por la Fundación Amigos del Teatro Florencio Sánchez, cuando al evaluar las perspectivas de la economía uruguaya sostuvo que “el efecto principal de la guerra viene por el impacto que tiene sobre la energía y los alimentos. Esto es lo que empieza a activar un montón de fenómenos complejos que tienen el potencial de generar o exacerbar una crisis social”.
Asimismo, apuntó que “Uruguay está empantanado en un barrio complicado, en una región que se ha empobrecido mucho y se ha abaratado muchísimo” (para los de afuera), en tanto la buena noticia para Uruguay es que el país viene creciendo moderadamente, por encima del nivel prepandemia, por el lado de las exportaciones y de la inversión, pero con la contrapartida de que el consumo se ha estancado.

Bueno, sin ninguna posibilidad de incidir en el escenario mundial, y mientras se está a la expectativa de que haya cambios para bien en este ámbito, no hay mucho margen de maniobra interno para zafar de la inflación y el alto costo de vida, más allá de algunos paliativos puntuales a cuenta de pagar la factura más adelante, cuando las cosas se enderecen, porque los milagros no existen en la economía.
El quid del asunto está en los aspectos señalados por Deagosto: crecimiento e inversión, estableciendo condiciones para que ello se consolide, más temprano que tarde, porque es la única respuesta posible sustentable por encima de las burbujas y los voluntarismos, que luego solo acarrean más problemas que los que se pretende solucionar con medidas simpáticas.