Pase lo que pase, fue corrupción

El correr de los meses y las distintas actuaciones judiciales, administrativas y parlamentaria en torno al caso de los pasaportes del narcotraficante Sebastián Marset han dejado al descubierto la cara más cruda que tiene la política: la corrupción que por acción u omisión de las autoridades involucradas termina siendo una página muy triste y negra de la historia uruguaya contemporánea.
El diario español “El País” publicó ayer un artículo sobre este escándalo en el cual expresa lo siguiente: “Un narco a la fuga, un pasaporte y la renuncia del canciller: así Sebastián Marset acorrala al Gobierno de Uruguay.

El ministro de Exteriores dimite tras la difusión de audios en los que pedía a su mano derecha que ‘perdiese’ su teléfono móvil para ocultar un chat en el que se advertía sobre la peligrosidad de Marset. (…) Esa comunicación echaría por tierra la versión que defenderían más adelante los jerarcas ministeriales en el Parlamento, en agosto de 2022, cuando en una interpelación aseguraron que ‘nadie sabía’ quién era Marset”. (…) En cuanto a Roberto Lafluf, publicista que trabaja como asesor de comunicación de Lacalle Pou, el diario madrileño expresa lo siguiente respecto a la ex subsecretaria de Relaciones Exteriores, Carolina Ache: “De acuerdo con la exfuncionaria, por solicitud del presidente, Lafluf la citó en noviembre de 2022 en el piso 11 de la Casa de Gobierno junto al subsecretario de Interior, Maciel, pidiéndole que ingresara por la puerta trasera del edificio. En esa reunión, declaró Ache, el asesor presidencial les pidió a ambos que borraran los mensajes intercambiados sobre el narcotraficante Marset y que certificaran mediante un protocolo ante escribano que esa conversación no había existido. Ache se negó. ‘Lo que él me estaba pidiendo era cometer un delito’, le dijo Ache al fiscal Machado, además de asegurar que Lafluf había ‘destruido’ un documento de Cancillería con el chat de WhatsApp en cuestión”.

Basta con recorrer algunos medios de prensa internacionales para constatar que este caso de corrupción ha puesto a Uruguay en boca de todo el mundo y por razones nada honrosas ni admirables, echando por la borda la imagen de transparencia y honestidad que ha distinguido a Uruguay en las últimas décadas. Los culpables de toda esta trama de corrupción, medías verdades y mentiras completas “se timbearon” el prestigio de nuestro país como si les perteneciera o como si fuera el patrimonio de un partido político o una familia. La realidad es totalmente diferente: todos los uruguayos, sin distinción de géneros, pertenencia política partidaria o religiosa hemos sido capaces de construir una imagen de la cual estamos orgullosos y que nos distingue en todo el mundo. Figuras como Astesiano, el excanciller Bustillo, el ministro Heber, Penadés o el propio Lafluf se han encargado de arrastrar nuestro buen nombre y uno de nuestros rasgos más distintivos como nación. No se trata de un juego, se trata de algo muy serio donde nuevamente habrá “que ir hasta el hueso” como expresó el ministro de Trabajo y Seguridad Social, Pablo Mieres, le duela a quien le duela y caiga quien caiga. Los amigos son para comer asado, jugar a las cartas, pescar, practicar deportes o jugar a las bochas, pero cuando de gobernar se trata la amistad no es buena consejera y casi todas las veces es la peor. No hay que proteger a quien quebrantó las leyes y dañó el país: sea quien sea; no basta con que sea cesado o renuncie a su cargo, sino que debe ser juzgado con todas las garantías que le corresponden a cualquier habitante de nuestro país y con esas mismas garantías debe ser condenado, cumpliendo su pena en la forma que establece el ordenamiento penal vigente. Al presidente, como máxima autoridad de nuestro país, no le puede ni le debe temblar la mano cuando llegue la hora de poner la casa en orden de una vez por todas.

Lo que ya no puede negarse y no se cuestionan ni siquiera en las filas del propio Partido Nacional y del resto de los partidos que componen la coalición gobernante, es que estos hechos son extremadamente graves y que por ello el presidente Lacalle Pou deberá actuar en consecuencia. No debe quedar títere con cabeza. “A grandes males, grandes remedios” dice el refrán popular y sin duda por ahí van las soluciones, porque al final del día el responsable de todos estos lamentables acontecimientos (estuviera o no al tanto de los mismos) es el presidente de la República. Es más: resulta muy claro que en ciertas esferas del gobierno actual se encuentra enquistado un esquema de corrupción que termina traduciéndose en una total falta de seguridad ciudadana, en el desplazamiento del Estado de ciertas áreas que ahora son ocupadas por el narcotráfico y en una sensación generalizada de que muchas personas que ocupan puestos tan importantes como sensibles terminan anteponiendo sus intereses personales antes del interés general, para el cual desempeñan tales responsabilidades. Pase lo que pase y caiga quien caiga, este lastimoso episodio deberá ser resuelto y ejecutado como un verdadero mojón en la vida democrática de Uruguay. Un mojón que decidirá si somos un país “bananero” donde las autoridades piden en privado que se destruya pueblo que se solicita en público y donde el narcotráfico campea a sus anchas pudriendo todos los ámbitos en los cuales desarrolla su actividad o si respetamos, mantenemos y honramos lo que hacen de Uruguay un ejemplo a nivel mundial.

Queda claro además que todos estos episodios ponen en una posición muy incómoda a los demás partidos que apoyan al gobierno y que las consecuencias de esto, a menos de un año de las elecciones nacionales, tendrán claras consecuencias en los resultados. Con mayor o menor intensidad o delicadeza cada uno de esos partidos busca tomar distancia de todo lo que tenga relación con el “caso Marset” –y hasta del Partido Nacional, llegado el caso– porque parafraseando a uno de los personajes de “Hamlet”, la famosa obra de William Shakespeare, “algo huele a podrido en Uruguay”. Bajo ningún concepto podemos normalizar este tipo de situaciones porque nos estaríamos asomando al terrible abismo del descreimiento de la población en los políticos, la actividad política, las instituciones y la propia democracia, todo lo que constituye un caldo de cultivo para los enemigos de esta última.

Durante el transcurso de la pandemia causada por el COVID-19, pero también otras ocasiones, Lacalle Pou se ha distinguido por utilizar la frase “Yo me hago cargo”. En estos momentos de preocupación y severo daño a las instituciones, el presidente Lacalle Pou tiene que hacer precisamente eso: hacerse cargo. Que las decisiones anunciadas por el presidente ayer en la Torre Ejecutiva no sean simplemente cosméticas sino de fondo, que demuestre sin lugar a dudas que está comprometido en la lucha contra la corrupción y si alguien de su entorno político o de sus amistades debe ser condenado por la justicia, es mejor que así sea porque el fortalecido será el país todo y él mismo como un mandatario que fue hasta el final y se puso del lado de las instituciones de su país. Actuar de otra manera sería traicionar sus promesas electorales, deshonrar su investidura y dañar de manera irreversible su legado presidencial para esta generación y para las venideras. El pueblo uruguayo y la Historia lo están mirando. No se equivoque, no hay lugar para eso.