Ernesto Kreimerman: ¿Cuánto cuesta la atención en un mundo rico en información?

El punto no es tan engorroso como amenaza a primera vista. ¿De qué se trata? De todos nosotros. De la “economía de la atención”. Se trata de un concepto que fue tomando forma, a partir del debate entre economistas ya avanzado el siglo XX. Entre ellos, destaca Herbert A. Simons, quien compiló esos intercambios, concluyendo que “la atención del ser humano es un bien escaso”, que “a través de la gestión eficiente de la exposición a contenidos publicitarios, genera recursos económicos, a partir de mecanismos opacos como la comercialización a terceros”. Simons fue reconocido en 1978 con el Nobel de Economía.

Hay una conclusión de aquella hora que hoy adquiere mayor valor y dimensión. La resume Simons así: “en un mundo rico en información, la abundancia de ésta significa falta de algo más: la escasez de lo que la información consume. Lo que consume es por demás obvio: la atención de sus receptores. Por lo tanto, la riqueza de información genera pobreza de atención y una necesidad de colocar eficientemente dicha atención entre la sobreabundancia de fuentes de información que pueden consumirla”.

Años después, las investigaciones y recolección de pruebas permitieron saber que apenas 9 segundos es lo más que dura la atención de las generaciones actuales, luego cambiarán de asunto, en tanto consume contenido digital de las redes sociales, es decir, un segundo. Con esos 9 segundos el cerebro se “declara” satisfecho. Para mantener un alto nivel de atención, las redes sociales han comprendido que deben recapturar la atención, y lo hacen con nuevos estímulos, novedosas alertas y, por supuesto, recomendaciones cuasi compulsivas de hábitos de consumo. Casi como superando un vaciamiento, una expresión de angustia solitaria.

En esos momentos, han entrado en acción los algoritmos de búsqueda. Dicho casi una confesión, Sean Parker, cofundador de Facebook, reveló que en el avance de ésta, se apeló a principios psicológicos y neurológicos, desarrollando una suerte de “sistema de recompensa en el cerebro, a partir de los flujos de dopamina”, del mismo modo que opera una droga sintética.

El punto es que hoy convergen varios desarrollos, casi de manera explosiva que podría resumirse así: “en la economía de la atención, el creciente mercado de la publicidad digital, el desarrollo y masificación de los smartphones, la Inteligencia Artificial, el comercio de datos privados y la ambición de personas de sus cuadros de alta dirección, han transformado a las redes sociales y el contenido digital en una especie de agujero negro que absorbe cantidades insanas de atención humana, utilizando la dopamina como estímulo neuronal, emulando la actuación de las drogas sintéticas”.

El uso excesivo de las redes sociales hace temer sobre el impacto que esto tendrá en las relaciones sociales, en lo emocional, económico, en política y en lo cultural para la humanidad en el presente y en el futuro cercano. Cuestiones, por ejemplo, de encierro de los adolescentes en sus dormitorios, socializando desde la soledad de su habitación aún cuando en el hogar haya otros miembros de la familia.

¿Qué tan valiosa es la atención?

Muy valiosa, y por varias razones. La primera y básica, nos permite concentrarnos en una tarea y realizarla con eficacia y satisfacción. Esa atención ayuda a minimizar errores, elevando el rendimiento general. Por ello, una esmerada atención contribuye a una mejor socialización. Sin embargo, cuando la información se vuelve abundante, la atención, como recurso finito, se redimensiona. Una cuestión más tensa y competitiva dada la millonaria oferta internáutica, en especial, de las redes sociales.

Entonces, aparecen nuevos problemas, esencialmente éticos. La abundancia de información genera una sobrecarga, y una competencia por captar el interés del internauta. A ello se suma, las estrategias tóxicas cada vez más abundantes, con falsedades y mentiras, que van erosionando al buen usuario pues lo exponen a situaciones enojosas respecto a sus usuarios. De allí a la desconfianza, y de ésta a desligarse de comprender si se está o no frente a una mentira, incluso a una campaña de desprestigio, hay poca distancia. Quedamos a un paso de tomar malas decisiones basadas en información no ajustada a procesos de verificación.

Por ello, hay que ser crítico con las versiones y las fuentes de información. Siempre estamos expuestos a error, y a otros pecados de mayor ingratitud.

La crispación

Desde los inicios de las redes sociales, cuando existía una fuerte empatía por este nuevo espacio virtual que permitía reencontrarse con viejos y olvidados afectos, se ha involucionado severamente. Walter Lippmann, subrayaba por los años 1920-1930, al estudiar los inconvenientes de las estrategias de comunicación desarrolladas por el periodismo, haciendo foco en la transformación de las referencias informativas y sus paradigmas, que “los hombres dominan menos palabras que ideas para expresar, y el lenguaje, es un diccionario de metáforas desviadas” (La Opinión Pública, 1922).

En consecuencia, los postulados comunicativos de Lippmann se inspiran básicamente en el poder de las imágenes y los contenidos que pueden convertirse en patrimonio colectivo, junto con el proceso evolutivo que ha conducido a tal innovación icónica.

Pero de las redes sociales, han nacido los mercaderes de la crispación. Aquel espíritu inicial que sirvió para conectar amigos, rescatar nostalgias, intercambiar ideas y la pretensión de “dar voz a los que no tienen voz”, ha dado paso a manipulación relacional e informativa, con campañas políticas, religiosas y sociales de odio y discriminación, dominadas por el afán lucrativo, sin un encuadre ético. Una tierra salvaje y ruin.

Sin ambigüedad, hemos involucionado. El tono beligerante y agrio es dominante. Ya en 2016 un estudio de Pew Research concluía que el 49% de los usuarios consideraban que las conversaciones políticas en las redes sociales eran más furiosas que en la vida real. Las redes ya contribuían a la crispación.

Desde entonces esta tendencia no sólo se ha afianzado, sino que se ha profundizado. Las redes se han rentabilizado mediante la compra-compra de seguidores ficticios por parte de influencers. Los linchamientos públicos de personas en las redes buscan condenar al ostracismo ante la pasividad de un sistema judicial que merece revisarse.

Quedan pendientes graves problemas. El primero es rescatar la soberanía jurídica, e incluye la gobernanza del sistema. Hay que rescatar la idea del Estado como rector, y la Internet como parte del ámbito público, supranacional. El segundo asunto, es el modelo de negocio. Desde sus inicios, el usuario medio ha aceptado ceder datos de privacidad a cambio de un servicio gratuito, aunque sea de menor calidad. Así, los algoritmos usarán esa información para afinar la puntería e ir directo a los intereses del usuario. Las firmas publicitarias pagan por ello. Se apropian de datos y de mensajes privados. También los algoritmos, una suerte de comandos invisibles, que restringen nuestras búsquedas y contactos.

Y finalmente, un clima de transparencia y reglas claras. Internet para la humanidad, para la libertad. Por ello, inspirados en Jünger Habermas, “concluyamos que posibilitar una esfera pública política inclusiva es la condición necesaria para toda batalla política emancipatoria, sea nacional, supranacional o global”.

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