
Buenos Aires. (Por Horacio R. Brum)-.Cuando la Corte Suprema argentina confirmó la condena a prisión domiciliaria de Cristina Fernández de Kirchner, hubo quienes brindaron y bailaron por el hecho. Un grupo de jóvenes simpatizantes del presidente Milei, cercano a la todopoderosa hermana del mandatario, organizó la fiesta “Un brindis por la libertad”, donde bebieron de botellas de champaña, rebautizada como “lágrimas de zurdo”. Más allá de la opinión sobre los años del kirchnerismo, este festejo tuvo un preocupante parecido con lo que sucedió en Chile cuando fue violentamente derrocado Salvador Allende: en el hotel Carrera, al otro lado de la plaza del palacio de gobierno semidestruido por los bombardeos, la flor y nata de la alta burguesía brindó por el golpe y las mujeres prestaron sus zapatos de taco alto para que sirvieran de copas.
No hay comparación entre la tragedia chilena y el fin de los años kirchneristas, pero, desde la perspectiva de aquellas sociedades -como la uruguaya-, donde las diferencias políticas se expresan con prácticas y palabras correctas, llaman la atención el desprecio y el odio que se suelen descargar sobre el adversario en Argentina.
En el fútbol argentino ya es normal la barbarie de las barras bravas, pero hace poco se supo de un hecho que muestra hasta dónde pueden llegar los odios tribales que contaminan ese deporte y son el reflejo de la sociedad. Durante un torneo a beneficio, un grupo de jugadores infantiles de nueve años, pertenecientes al club Newell’s de Rosario, se sacó una foto con Ignacio Malcorra, la estrella de Rosario Central. Aunque las hinchadas de ambos equipos tienen una larga enemistad, esos niños sólo vieron en Malcorra un ídolo al que admiran, pero las autoridades de Newell’s los suspendieron de las actividades deportivas porque, según el director de la escuela de jugadores del club, se habían recibido amenazas de los hinchas y los niños “representan a Newell’s y Newell’s está por encima de todos. Estos chicos están becados y cuando tienen una beca tienen que tener cierta responsabilidad”. Una responsabilidad, al parecer, que llega hasta no sacarse fotos con ‘el enemigo’.
Desde el presidente Javier Milei, que se ha hecho notorio por su lenguaje procaz y sus expresiones obscenas, hasta las señoras del elegante Barrio Norte bonaerense, las palabrotas son de uso normal, así como en la política es común la descalificación del adversario en términos brutales. Para Milei y sus seguidores, la sociedad se divide en ‘argentinos de bien’ y ‘zurdos de m…’ y la adjetivación grosera que el mandatario hace de quienes no comparten sus ideas está permeando el habla diaria. Recientemente, este corresponsal se sorprendió al oír a una amiga, con estudios universitarios y buena católica, referirse a los partidarios de la expresidente Cristina Fernández como ‘los mandriles’. Así llama a estos opositores el primer mandatario, en referencia a unos monos que tienen el trasero rojo. Otro blanco de los insultos presidenciales son los periodistas independientes, a un punto tal, que varias organizaciones internacionales, como Reporteros sin Fronteras y Amnistía Internacional, expresan con frecuencia su preocupación por la libertad de prensa en el país.
Si bien en el siglo XIX las consignas con palabras violentas eran de uso general (“¡Mueran los salvajes, inmundos unitarios!”, gritaban las turbas de los partidarios de Juan Manuel de Rosas, el dictador que apoyó a Manuel Oribe en la Guerra Grande uruguaya), ellas se insertaban en un contexto de guerras civiles casi permanentes. En la Argentina moderna, el uso del lenguaje político de incitación a la violencia y el tribalismo puede ser atribuido a Juan Domingo Perón; algunas de sus frases: “Al amigo, todo; al enemigo, ni justicia”; “Eso de leña que me piden, ¿por qué no empiezan ustedes a darla?”; “Vamos a tener que volver a la época de andar con el alambre de fardo en el bolsillo” (para colgar a los opositores). Cada una de estas frases fue el prólogo de incidentes como el incendio de las sedes de los partidos democráticos y el Jockey Club (1953) y la quema de los templos católicos (1955). Aunque tales expresiones con frecuencia fueron la respuesta a los atentados de los opositores extremistas, los tres gobiernos de Perón naturalizaron la violencia en la política, una violencia que se volvió un método de gobernar durante las dictaduras militares.
Otro personaje de la historia contemporánea argentina puede ser identificado como el precursor del uso del lenguaje obsceno en público: Diego Armando Maradona. De escasos méritos intelectuales, Maradona no aprovechó su éxito deportivo para la superación personal y siempre se comportó como un sujeto arrabalero. Fascinada por su dominio de la pelota, la sociedad toleró al “Diego de todos” sus groserías y de él surgió el personaje del “transgresor”, mal hablado y violador de los códigos sociales de comportamiento, que pronto ocupó un lugar en los medios, especialmente en la televisión.
El desdeño por las formas, acompañado del lenguaje burdo, contaminó luego a los políticos, que así creyeron estar más cerca de la gente. Según una columnista del diario La Nación, en la década de 1990 (apogeo del menemismo), en las redacciones se abandonó la restricción de citar las malas palabras con puntos suspensivos, como en: h…de p…, y se resolvió poner la versión completa, con el propósito de denunciar el deterioro del discurso político. Esta medida logró aparentemente el objetivo opuesto, al contribuir a hacer más aceptable por la opinión pública el habla grosera, en un círculo vicioso. Bajo el kirchnerismo, la agresividad verbal continuó en aumento, así como el acoso a los periodistas y los medios que, desde la Casa Rosada, se veían como enemigos. Jorge Lanata, el gran periodista fallecido el año pasado, acuñó el término de “grieta” para definir el estado de división y conflicto permanente que afectaba al país, pero aunque volaban los insultos entre los adversarios, no se llegó a los niveles de procacidad y obscenidad verbales a los que hoy llega el jefe del poder Ejecutivo. “Comparada con él, yo soy la condesa de Chikoff”, dijo recientemente la expresidente convicta por corrupción, con referencia a Milei y a la hija de un noble ruso que durante muchos años enseñó buenos modales y cultura social en Buenos Aires.
Al igual que otros intelectuales, Martín Caparrós, quien es uno de los más importantes escritores contemporáneos argentinos y un observador agudo de la realidad nacional, está sorprendido por el deterioro de las normas básicas de convivencia que se refleja en el lenguaje público. En una entrevista publicada la semana pasada por el semanario Perfil, Caparrós dijo: “Por supuesto que hay mucha gente que tiene problemas de conducta y que no puede contener su violencia, su crueldad y todas estas cosas. Lo que no se puede entender es que quince millones de argentinos hayan elegido a uno de esos para gobernarlos y para representarlos. La función del presidente también es representar a todos los ciudadanos de un país. Entonces, si sentimos que ese es el tipo de persona que nos representa, ¿cómo nos vemos a nosotros mismos? Suponemos que somos gente que, a la menor contrariedad, escupe, grita, pega e insulta a todo el que se le cruza”.
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