Por Horacio R. Brum
Franz Kafka (1883-1924) es uno de los escritores más importantes de la literatura moderna universal. Entre otros temas relacionados con la desprotección y la brutalidad que puede sufrir el individuo en la sociedad, sus novelas describen los laberintos absurdos de la burocracia, en los cuales una persona puede perderse sin que nadie le explique la razón y el propósito de las normas, trámites y regulaciones. Las situaciones absurdamente angustiantes por las que pasan los personajes de obras como El Proceso, cuyo protagonista se ve envuelto en un procedimiento judicial sin saber nunca de qué se le acusa, dieron origen al término “kafkiano”.
Propiamente kafkiana está siendo la experiencia de este corresponsal en Chile con el sistema de pensiones privado, el único existente en el país y creación del hermano del actual presidente, cuando fue ministro de Trabajo y Previsión Social de la dictadura de Pinochet. Por ley, cada trabajador está obligado a entregar a las empresas administradoras de fondos de pensiones (AFP) el 10% de su ingreso, más un porcentaje de comisión, que es la ganancia de ellas y suele oscilar en el 2%. El empleador no aporta nada, y el dinero de los afiliados es invertido en acciones de las grandes empresas, bonos del gobierno y otros instrumentos financieros, con el supuesto objetivo de ir aumentando el capital. No obstante, el trabajador no es informado en detalle de esas inversiones y puede suceder que su fondo tenga ganancias gracias a los avatares de la economía internacional, o por lo mismo sufra pérdidas significativas, sin que nadie se las compense. Basta con que China y Estados Unidos echen más leña a su guerra comercial, para que en un país del fin del mundo cientos o miles de jubilados pierdan plata.
Por ese mecanismo, la persona que se jubila no tiene un ingreso mensual estable, sino que él dependerá de la evolución de su fondo: aunque en un mes gane más, es posible que al siguiente reciba considerablemente menos, y no hay reajustes por la inflación. Otro factor de incertidumbre es la edad, porque como el trabajador dejará hacer aportes al pensionarse, las AFP calculan estadísticamente para cuántos años alcanzará el capital. Si alguien rompe la estadística porque se le ocurre vivir más allá de lo calculado por la empresa, es probable que se quede sin jubilación.
Seis AFP manejan 200.000 millones de dólares, pero hay casos de jubilaciones que no llegan a los 100 dólares y las mujeres, porque la estadística dice que viven más, reciben menos que los hombres. Una parte considerable de esos millones de dólares está invertida en los grandes grupos empresariales chilenos, cuyos directores llegan a ganar mensualmente hasta 15.000 dólares, sin contar las compensaciones y bonos varios, y suelen ser exfuncionarios y exministros de los gobiernos de todos los colores.
Este corresponsal, si se jubila con treinta años de aportes en Chile, no recibirá más de 330 dólares por mes y ni siquiera podrá sacar del país su fondo de 80.000 dólares. Por eso, y antes de que de un estornudo de Donald Trump o de Xi Jinping haga caer las Bolsas del mundo y por ende, reduzca sus ahorros, decidió iniciar los trámites jubilatorios en su AFP. Pasos a seguir: ir a la oficina de la empresa más cercana, declarar la intención de jubilarse –firma de varios papeles mediante–, y esperar diez días para que se le entregue un certificado de los ahorros.
Ese certificado sirve para que su nombre sea incluido en algo con el críptico nombre de SCOMP, el Sistema de Consultas y Ofertas de Montos de Pensión, una suerte de casa de remates electrónica de propiedad de las AFP y de las compañías de seguros, mediante la cual las empresas compiten para ofertar la pensión más alta al futuro jubilado. Si el SCOMP lo acepta, el aspirante a entrar en la clase pasiva puede optar entre tres ofertas, en un plazo de 35 días, o poner su solicitud a remate, para ver quién le paga más.
Unos quince días después de la visita a la AFP, este futuro jubilado recibió con alegría una citación por correo electrónico, para presentarse en la oficina. Menos mal que tenía correo electrónico, porque aunque Chile es un país que se precia de estar muy conectado a Internet, nadie se pregunta cuántas personas de la tercera edad no manejan esa tecnología o pueden pagar la cuota mensual de unos 60 dólares para tenerla. Las ilusiones de entrar en el paraíso de los pasivos fueron rápidamente apagadas por la funcionaria de la AFP: “Usted no califica para pensionarse”.
La razón es que, hecho el cálculo mediante una misteriosa fórmula que no se explica usualmente a los clientes, el monto a recibir por mes no llega al 70% del promedio de los ingresos declarados durante la última década. La imposible solución ofrecida fue depositar dentro de 48 horas un cheque por 3.000 dólares, para engrosar el fondo. Así terminó el primer round con el sistema de pensiones chileno, pero sin bajar los brazos, este corresponsal con 63 años cumplidos resolvió hacer uso del Convenio de Seguridad Social uruguayo-chileno, para ver si tenía derecho a alguna jubilación en Uruguay. Más directo en su información que las autoridades chilenas, el BPS uruguayo comunicó que el convenio solamente sirve para totalizar años de trabajo entre ambos países, sin ningún beneficio de capital, y que en la práctica hay que tramitar una jubilación en cada país.
En Chile, la superintendencia de seguridad social del gobierno informó que la AFP se debía encargar de recopilar los datos para hacer la solicitud en Uruguay, y enviarlos luego a ese organismo, el cual a su vez haría los contactos con el BPS. Munido de toda la documentación que imaginaba se podía necesitar, llegó nuevamente este aspirante a pasivo a la oficina de la AFP, para ser recibido por un joven que, al indicársele el propósito de la visita, reaccionó como si se le estuviese pidiendo que gestionara un viaje a la estación espacial internacional. Consultó a una supervisora –los supervisores en Chile son unos seres todopoderosos, depositarios del conocimiento y de la capacidad otorgar o negar el comienzo de un trámite–, para después responder con un gesto desolado que la AFP sólo se encargaba de la pensión chilena. Consultas a la Superintendencia mediante, dos semanas más tarde llegó otra citación para presentarse en la AFP, que ahora sí se encargaría del trámite uruguayo.
“¿Trajo el formulario de solicitud de pensión?”, fue la pregunta que esta vez dejó al solicitante como si le pidieran un ejemplar de la Biblia de Gutenberg, ya que nadie le había indicado dónde se obtenía tal papel. Ante semejante ignorancia, la funcionaria buscó y rebuscó en su computadora, para imprimir seis páginas de un documento que solamente podía ser llenado a mano, en algunos lugares con casilleros tan pequeños, que apenas cabían las letras.
El proceso no terminó allí, porque: “Se lo voy a pasar al supervisor para que lo revise, y si falta algún dato le avisamos”. Hasta el momento de escribir esta nota no hay aviso; sólo queda esperar que cuando el papeleo llegue a Uruguay, no se pierda en otro laberinto kafkiano. Y todo, como el título de aquella película de vaqueros italiana: “Por un puñado de dólares”.
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