La normalización del caos

Escenario 1: País modelo, libertad responsable. Confinamiento voluntario. Pandemia controlada como en ninguna parte del mundo.
Escenario 2: Aparece algunos casos. Pero continúa funcionando la responsabilidad colectiva. La gente y todo el sistema político apoya cada una de las medidas de Gobierno.
Escenario 3: Ya no somos ejemplo. La pandemia se dispara y Uruguay comienza a aparecer en los registros mundiales de países afectados. Primero un poco, después bastante. Llegan las vacunas y se reciben como la gran solución.

Escenario 4: Ya no hay departamentos que no tengan un gran número de contagios y de muertes. La vacunación sigue su marcha con bastante rapidez, pero de ser el ejemplo mundial pasamos a estar entre los países con más contagios y muertes en relación al número de habitantes.
Y todo esto ocurrió antes nuestros ojos y los ojos de los responsables políticos, sociales y médicos. La pregunta es ¿realmente lo vimos? Ya se sabe que el cerebro humano tiene un efecto de defensa que “filtra” la realidad. Nadie puede vivir pensando constantemente en, por ejemplo, la muerte. La propia o la de sus seres más cercanos, aunque eso sea una realidad que, tarde o temprano, nos llega a todos. Entonces, olvidamos que estamos de paso en este mundo y continuamos con nuestras tareas cotidianas pensando que mañana todo seguirá igual. Cuando en realidad eso no lo sabe nadie. Pero no habría forma de vivir si no fuese así.

Ese mecanismo de defensa también es llamado de “negación” por la psicología, aunque ahora esa palabra pueda hacernos pensar en el movimiento nacido también a partir de la pandemia. Pero la negación es algo que va mucho más allá de ponerse de un lado o del otro en cuanto a aceptar o no la pandemia y aceptar o no la vacunación.
En realidad, la negación más peligrosa es la que todos manejamos. Esa que, a fin de cuentas, nos lleva a aceptar lo inaceptable. O lo que se creía era inaceptable. Pensemos en una guerra, cualquiera de las que han sucedido. ¿Qué pasaba con la gente que no combatía pero seguía con su vida durante las contiendas? ¿Pusieron en pausa todas sus actividades? ¿Dejaron de alimentarse, de salir de sus casas, de tener relaciones sociales?
No. De alguna manera se las arreglaron para seguir con sus vidas. Una vida diferente, sí. Mucho más sacrificada, acotada, triste, por supuesto, pero que no se detuvo. Por la sencilla razón de que la vida no puede detenerse. Es imposible. Incluso en los regímenes más duros donde se prohíben muchas actividades, la vida social continúa.
La fotografía de la agencia EFE publicada hace una semana de dos niñas palestinas sentadas encima de una bomba esbozando una enorme sonrisa habla también de la guerra y el acostumbramiento del ser humano. Ninguno de nosotros se acercaría a una bomba –de varios metros de largo– ni por todo el oro del mundo y por más que nos dijeran que no va a estallar. Pero esas niñas tenían a ese artefacto mortal como un objeto más de su vida cotidiana. Sus cerebros negaban la posibilidad de que, a pesar de todos los recaudos, pudiera estallar.

Y no es para nada un delirio hablar de la guerra. Porque estamos en medio de una. Tampoco lo queremos ver, pero así es. Una guerra contra el enemigo invisible que es el virus, pero que no debería quedarse solo en ese concepto. Porque el próximo escenario con el que habrá que lidiar cuando la pandemia pase será el de las consecuencias. En realidad tales consecuencias ya están aquí, pero neguémosno un poco más que para eso tenemos el cerebro que tenemos y digamos que tendremos que enfrentarnos a ellas dentro de unos meses.
Porque la pandemia va a dejar no solo secuelas físicas, que ya de por sí son muy complicadas, sino también secuelas psicológicas y anímicas en gran parte de la población. Esto, sumado a la crisis económica prefigura un panorama que pocos están queriendo ver en su real dimensión. Aquí es cuando el tema de la defensa y la negación a la que nos inclinamos se vuelve peligroso. Ya se ha visto en algunas oportunidades cercanas como el Día de la Madre. Si tomamos la actitud del grueso de la población ese día no se puede más que pensar que lo que quiere –¿queremos?– toda la gente es volver a la vida prepandemia. Cuando, la realidad indica que eso va a ser muy difícil sino imposible, al menos por bastante tiempo.
Cuando estemos lidiando con las consecuencias de esta, ya hay quienes advierten que hay que ir pensando en la próxima pandemia, que puede ser más seria y mortal. O sea que, cuando aún no se ve la salida a esta gran tragedia por la que transitamos, los más pesimistas aseguran que, algún día, aparecerá otro virus aún más contagioso y letal.
Es cierto, es mucho para asimilar, de ahí que nuestra cabeza decida aislar tales conceptos, no hacerles caso y creer que, dentro de dos o tres meses el mundo volverá a ser el de antes. Mientras tanto, los contagios se multiplican y se suman los fallecimientos. Pero es algo que “iba a ocurrir”, que “tiene que pasar”, que “es inevitable”. Claro, con el diario del lunes y el panorama actual es muy fácil decirlo.

Pero todos nos olvidamos cuando primero se trataba de un problema chino, después asiático, luego europeo y finalmente, mundial. Cuando fuimos el ejemplo mundial ¿quién pensó que llegaríamos a tener más de 4.000 contagios diarios? Seguramente nadie de nosotros. Era un escenario de ciencia ficción. Y cuando llegaron los primeros casos a Uruguay, todo el país se encerró voluntariamente. Fue una locura, por cuanto no había circulación del virus, pero ante el “exhorto” de las autoridades nadie dudó en restringir todo tipo de actividad social al mínimo.
Pero poco a poco fuimos olvidando esa paranoia colectiva provocada por el miedo a una pandemia que prometía exterminar la población mundial en cuestión de días, hasta prácticamente volver a la “vieja normalidad”, con apenas algunas restricciones; por ejemplo, no más fiestas, no gimnasios, y poca cosa más, como para salvar las apariencias.
Ahora, cuando realmente la peste llegó a nuestro territorio, paradójicamente son cada vez más los que piden más libertad de movimiento, e incluso que se habiliten las ferias, los gimnasios, y las 3 o 4 actividades que en todo este tiempo sufrieron con mayor intensidad por las medidas sanitarias. Parece que 60 muertes por día de 2021 preocupan menos que 4 casos positivos en marzo de 2020.
Es que como editorializábamos al comienzo de este caos, la enfermedad y la muerte son apenas una parte del problema que se debe atender. Y hay otras facetas que pesan incluso más para la sociedad en su conjunto en el mediano y largo plazo, por lo cual era impensable mantener las restricciones por demasiado tiempo y por lo tanto, era absurdo cerrar el país cuando prácticamente aún no se registraban casos.

Hoy la pandemia nos agarra “con el caballo cansado” y ya nadie quiere aceptar el volver al cierre total, cuando son miles los contagios por día y decenas los fallecidos. Además se perdió la novedad, y hemos normalizado el hecho que tantos coterráneos pierdan la vida a manos del COVID-19. Por el contrario, muchos buscan excusas absurdas para justificarse.
Hoy son cada vez más los uruguayos sentados sobre una gran bomba sin detonar esbozando una sonrisa negacionista, mientras exigen que todo vuelva a ser como antes, cuando atravesamos el peor momento de la crisis sanitaria. Sin dudas es todo un material de estudio para las próximas generaciones, que tendrán un importante material para analizar sobre el comportamiento social en tiempos de crisis.
Por ahora la esperanza está en las vacunas, que prometen la inmunidad de rebaño a partir de setiembre de este año en nuestro país, cuando el 70% de la población tenga las dos dosis aplicadas y más de 15 días de la segunda inoculación. Pero primero hay que pasar la tormenta.