Liberar las vacunas

En febrero de este año el Comité Internacional de Bioética (CIB) de la Unesco y la Comisión Mundial de Ética del Conocimiento Científico y la Tecnología (Comest) reclamaron públicamente un cambio de rumbo en las actuales estrategias de vacunación contra la COVID-19. Su pedido fue para que las vacunas se consideren un “bien público mundial para garantizar que estén disponibles de forma equitativa en todos los países, y no sólo para aquellos que hacen las ofertas más altas por ellas”.

Lejos de la luz de esperanza que se encendió en el mundo cuando se anunciaron las campañas de vacunación, el proceso se ha convertido en toda una demostración de lo peor que la política y los intereses individualistas y nacionalistas pueden lograr. La ausencia de solidaridad en el proceso que llevó al fracaso del mecanismo Covax, provocó que en más de 130 países aún no se ha recibido una sola dosis de ninguna vacuna.

“Mientras que algunos países avanzados han conseguido vacunas suficientes para proteger a toda su población dos, tres o cinco veces, el Sur del planeta se está quedando atrás”, señalaba entonces la declaración.

Claramente aquí hay una responsabilidad de las empresas farmacéuticas, que salieron a negociar individualmente con los estados, como quedó evidenciado en el episodio que terminó con el despido de un funcionario de confianza del Ministerio de Salud Pública de Uruguay, que rechazó un ofrecimiento de una de las firmas multinacionales que desarrollaron vacunas. Pero por supuesto que también de países que terminaron adquiriendo muchas más dosis de las necesarias para su población.

La declaración hace hincapié en el rol de las industrias farmacéuticas y su responsabilidad “de compartir la propiedad intelectual adquirida con apoyo de los gobiernos, para permitir a los fabricantes de todos los países el acceso a las vacunas para todos, que deberían considerarse un bien público mundial”. También alentaron a invertir en la capacidad de producción de vacunas para mejorar la distribución.

Además señalaron que las estrategias de vacunación “deben basarse en un modelo no obligatorio y no punitivo, basado en la información y la educación, incluido el diálogo con las personas que puedan tener dudas sobre la vacunación o sean hostiles a ella”, afirmando que el rechazo a la vacunación “no debe afectar a los derechos fundamentales de la persona, en concreto a su derecho de acceso a la sanidad o al empleo”.

Esta declaración del mes de febrero, viene de la mano de una iniciativa anterior, pero que tuvo mayor destaque cuando el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, habló hace pocos días de liberar las patentes de las vacunas contra la COVID-19. Esta demostración del mandatario estadounidense tuvo una rápida réplica desde Europa, donde Ángela Merkel, la canciller alemana, advirtió que “podría poner en peligro ‘la creatividad y la innovación’ de las farmacéuticas”, según recogió DW (La voz de Alemania).

Esta iniciativa, conocida como Declaración a favor de la ciencia abierta, se formuló en octubre del año pasado y se espera que llegue a ser discutida en noviembre de este año, en la próxima Conferencia General de Unesco. Fue formulada conjuntamente por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (Acnudh).

Se fundamenta en “la urgente necesidad de reforzar la cooperación científica y garantizar el derecho fundamental de acceso universal al progreso científico y sus aplicaciones. El movimiento de ciencia abierta tiene como objetivo hacer la ciencia más accesible, más transparente y, en última instancia, más eficaz”.
Lo que se entiende por “ciencia abierta” es “el acceso libre a las publicaciones científicas, los datos y la infraestructura, así como a los programas informáticos gratuitos, los recursos educativos y las tecnologías abiertas, como los ensayos o las vacunas. La ciencia abierta también promueve la confianza en la ciencia en un momento en que proliferan los rumores y la desinformación, hasta el punto de que se ha hablado de una infodemia”.

Según la directora general de Unesco, Audrey Azoulay, “los modelos de ciencia cerrada se encuentran en un callejón sin salida porque aumentan las desigualdades entre los países y los investigadores y porque hacen que el progreso científico solo sea accesible para una minoría”. Agregó que la crisis sanitaria planetaria “ha demostrado el increíble potencial de la colaboración científica que nos ha permitido secuenciar el genoma del virus tan rápidamente. La solidaridad mostrada por la comunidad científica es un ejemplo para el futuro”.

Azoulay concluyó que “a medida que los países piden colaboración científica internacional; a medida que la comunidad científica, la sociedad civil, los investigadores y el sector privado se movilizan en estos tiempos sin precedentes; la urgencia de la transición a la ciencia abierta nunca ha sido más evidente”.
Lógicamente que el ideal es que todos los progresos científicos que se realicen sean considerados patrimonio de la humanidad, y como tales sean puestos a la brevedad posible en cuantas más manos mejor. Pero no se puede desconocer que gran parte de los avances que se han hecho en investigación y desarrollo se han logrado bajo la promesa de una recompensa en el mercado. Por ello, si dejar de considerar y reconocer las buenas intenciones que se tengan, no hay que dejar de tener en cuenta las expresiones de Ángela Merkel y no permitir que el noble deseo de una “ciencia libre” termine por transformarse en un desestímulo a la inversión privada en investigación.