Una prioridad, pero con cambio de paradigma

La campaña denominada “Hagamos de la salud mental una prioridad” –que llevan adelante el Ministerio de Desarrollo Social, el Ministerio de Salud Pública y la Institución Nacional de Derechos Humanos–, reveló la existencia de un amplio campo de actuación en poblaciones muy diversas. Los adolescentes, adultos mayores o personas privadas de la libertad conforman ese espectro que, sin embargo, sigue atravesada por situaciones similares.

La población carcelaria tiene un alto índice de suicidios e intentos de autoeliminación, incluso muy por encima del resto. El abandono de la educación escolar aparece como un factor preponderante ante otras cuestiones, como el consumo problemático de sustancias y el ingreso al delito.
En las cárceles, uno de cada cuatro reclusos no terminó la escuela y el 30 por ciento no finalizó el ciclo básico. Ese es el nivel educativo de los presos uruguayos.
Después se puede discutir sobre la ausencia de un hogar que contenga emociones durante la niñez de los ahora delincuentes. Lo cierto es que la salud mental, visto como un asunto de la salud pública, transversaliza a toda la población por igual.

El año pasado se cerró con 758 suicidios y en lo que va del año, el horizonte no es halagüeño. De hecho, en Uruguay se registran más de 21 cada 100.000 habitantes, cuando el promedio en América Latina es de 10,5. Es decir que una problemática que lleva décadas bajo un abordaje sin resultados, necesariamente debe ir hacia otro paradigma. Este problema en aumento no se soluciona con ir al siquiatra a esperar que le den una hora al paciente, sino que los equipos multidisciplinarios deben dar un paso adelante y salir a la búsqueda del las personas vulnerables, con unas simples preguntas.

Es que los testimonios de las personas son concluyentes. Cualquiera que manifieste soledad o depresión lleva la luz roja en un semáforo que no tiene alternativas. Sin embargo la realidad en los territorios es desigual y no es lo mismo Montevideo y la zona metropolitana que al Norte del río Negro.
A todo esto deberíamos preguntarnos: ¿por qué un país que tiene 700 siquiatras y más de 1.200 sicólogos que lo ubican en el segundo con más carga de profesionales en el área en comparación a otros de América Latina, mantiene cifras tan elevadas?

En cualquier caso las respuestas no son ni lógicas ni rápidas porque, con tantos profesionales, tampoco el problema se instaló como una política de Estado.
En Uruguay, la Ley 19.529 de Salud Mental fue aprobada por unanimidad parlamentaria en 2017 y eso significa que hubo una voluntad política de resolver al respecto. Sin embargo, tal como vimos, los datos en el territorio no son halagüeños.
Es posible que las limitaciones a la expresión de los sentimientos por parte de los varones –quienes más se suicidan– provengan de viejos dictados culturales que sobrevaloran la fortaleza desde un punto estrictamente masculino.

En el otro extremo se encuentran las cifras más altas con los adultos mayores entre 75 y 90 años, que registran más de 40 suicidios cada 100.000 habitantes. Son casos específicos que no consultan comúnmente con un sicólogo o siquiatra, pero sí lo hacen con la medicina general, donde concurren por patologías crónicas.
Son, en similares condiciones a los adolescentes, a quienes más les cuesta abrirse a contar sobre sus circunstancias, pero importa saber si los profesionales de la salud que los atienden, cuentan con el tiempo suficiente en cada consulta para preguntar por encima de lo que ven. Y, probablemente, la respuesta no sea positiva.

Entonces, no queda otra que reafirmar el fracaso asistencial, en el aspecto mental de la salud. Es la realidad que nos interpela y pone sobre la mesa la necesidad de un cambio de paradigma en la atención sanitaria, donde el factor tiempo no dicte la duración de las consultas de determinados usuarios.
Porque el sistema tiene dificultades para enfrentar situaciones críticas y acorde a cada caso. Es importante recordar que a diario, en promedio, unas 50 personas ingresan a distintas instituciones de salud por intentar autoeliminarse. Y dadas estas circunstancias, las autoridades actuales plantean como “muy difícil” la posibilidad de un cierre de los centros siquiátricos en Uruguay para el año 2025, tal como lo plantea la ley.

La problemática, solo basada en el diagnóstico, no soluciona el problema. Es necesario superarlo y resolver por una atención que no se sostenga en organizaciones de la sociedad civil o religiosas.
Pero el cambio de modelo deberá promocionarse en la comunidad. De lo contrario, el concepto de inclusión quedará relegado a una expresión de deseo. Porque en las sociedades aún pesan los temores y esa –también– es una tarea para los técnicos, aún no cumplida.

Entonces, los centros siquiátricos no van a cerrar porque faltan dispositivos alternativos.
Todo lo demás, es conocido. Son conocidos los hospitales, los diagnósticos y el alejamiento de las personas por no saber tratar a otros que padecen por su salud mental.
Y, según el Mides, ocurre inclusive con los jóvenes. De acuerdo a la última encuesta, más del 14 por ciento se sintió tan triste o desesperado que interrumpió sus actividades por al menos dos semanas, el 3,5 por ciento pensó en algún momento en quitarse la vida y el 43 por ciento llegó a idear un plan para no vivir.
El fracaso asistencial es la antesala de un cambio de paradigma. Para llegar antes y no lamentar después en las estadísticas.