En períodos en que la inflación se presenta fuera de control, y se ingresa en la vorágine de aumentos indiscriminados de precios que arrastran a otros, al mismo tiempo a través de la regulación salarial, se determinan incrementos de remuneraciones pretendiendo cubrir este desfasaje para no perder capacidad de compra. Ergo, mediante voluntarismo se cae en querer inventar el cuerno de la abundancia, pretendiendo cubrir con ingresos no sustentables lo que no se puede por la vía de equilibrar y sanear la economía.
El resultado, por regla general –veamos si no lo que sucede en la Argentina, como también ha ocurrido en Venezuela, con niveles de inflación que se sitúan en el entorno del 140 por ciento– es una carrera entre precios y salarios en la que siempre terminan sacando ventaja los primeros, por cuanto a la inflación real –por decirlo así– se agrega la inflación generada por las expectativas de los consumidores y operadores, incluyendo los empresarios, y es el de subir el valor de venta por encima del que se debería, para cubrirse por las dudas, y así sucesivamente.
Es decir, se está ante la dicotomía de que ante la inflación y la incertidumbre, y las subas de prácticamente todos los días, hay quienes deciden no vender porque no saben a qué precio podrán reponer lo que hoy venden a determinado valor, en tanto el consumidor, en lugar de guardar el dinero, cuando lo tiene se desespera por comprar hoy, cuando tiene las cosas a su alcance, porque sabe que mañana con ese dinero no va a poder adquirir el mismo producto con precios reajustados.
El gran desafío es cómo se puede estabilizar la economía, cuando se ingresa en una espiral de la que resulta imposible salir, con un incesante aumento de costos para quienes producen y llevan sus productos a las góndolas, que es precisamente hacia lo que se suele dirigir toda la atención de la opinión pública y en gran medida por los gobiernos, para tratar de detener las incesantes subas.
Pero el valor en las góndolas es solo la punta del iceberg porque la inflación tiene causas multifactoriales y no un origen único, aunque podría decirse que un factor omnipresente es el gran gasto del Estado, al detraer recursos de los sectores reales de la economía, los que generan la riqueza, mientras el Estado por regla general hace un uso inadecuado y displicente de ese dinero, afectándolo al pago de la burocracia estatal, muchas veces a obras sin sentido y que por las que paga varias veces su real valor, así como para sostener el clientelismo político –y por qué no, la corrupción– con vistas a generar un respaldo electoral que permita seguir en el poder al gobierno de turno.
Y mientras no se corrijan los desequilibrios en la economía, siempre estarán presentes los factores desencadenantes de esta inflación y a la vez promoviendo que los gobernantes que estén en el poder busquen alternativas correctivas sin tocar precisamente las causas del problema.
En el caso de Argentina, por supuesto lo que se hace para que los salarios puedan acompañar más o menos la inflación es seguir imprimiendo dinero, inundando la plaza de papeles que a su vez van perdiendo valor, y consecuentemente ello obra como si se echara leña a la hoguera de la suba de precios. No puede extrañar entonces que a la vez se disparen las expectativas de inflación de los consumidores y operadores, y así se siguen disparando los precios sin que se cuente con un ancla para moderar las tendencias.
En cambio, desde el gobierno kirchnerista, en este caso, se ha optado por implementar medidas como “precios cuidados”, con determinados productos regulados para tratar de inducir al consumidor sobre cuál debe ser su real valor, pero estos intentos burdos son desbordados por la realidad, porque se ataca solo el precio final, y no la cadena así, quedan al margen los incrementos reales de costos que sufre quien produce, incluyendo naturalmente también los servicios estatales e impuestos.
Ergo, es un engañapichanga insostenible, más allá de algunos casos puntuales en los que sí hay abusos de posición dominante en el mercado, y por ende los artículos “cuidados” suelen quedar como elementos testimoniales de aquello que se quiere hacer y no se puede, porque la realidad se impone más temprano que tarde.
En Uruguay, durante el gobierno del expresidente Jorge Pacheco Areco, en época en que también hubo una inflación desaforada, se incorporaron organismos como la Dinacoprin, que fijaba y controlaba precios de productos de primera necesidad en procura de poner barreras a la inflación, pero naturalmente, al igual que en el caso que mencionábamos en el vecino país, se trata de medidas efímeras, que pueden tener algún impacto momentáneo, pero que resultan insostenibles cuando la rueda de precios hace imposible sostener el precio de góndola. Además, es imposible regular sólo una parte del mercado, por lo que tarde o temprano el control de precios deja de ser sólo a los artículos “de primera necesidad” y termina siendo para cualquier cosa, y como es imposible manejar los precios arbitrariamente, el resultado final es siempre el mismo: un país donde falta todo, hay desabastecimiento de todo, nadie produce nada porque no sirve hacerlo, y lo único que crece es la corrupción. Entonces, en teoría los productos son más baratos, pero como en la realidad no hay en plaza, la única forma de conseguirlos es en el mercado negro, donde los valores que se manejan son más realistas y muy diferentes al “precio cuidado” del Estado.
También existen otras trampas. Durante el gobierno de Pacheco Areco, algo que se hizo fue en muchos casos reducir el tamaño de la unidad, por ejemplo en la docena de croissants, pero manteniendo el precio de la docena, como forma de bajar costos y así engañar al Estado.
Estas respuestas de ocasión encuadran en la descripción de la “reduflación”, que equivale al concepto de “menos por lo mismo”, que menciona en una columna del suplemento Economía y Mercado del diario El País el decano de la Escuela de Negocios de la Universidad Católica del Uruguay (UCU), Ec. Marcos Soto,
Explica Soto que entre otras consecuencias, la inflación “hace perder poder adquisitivo sobre todo de los hogares de ingresos bajos que dependen del salario, y que destinan la mayor parte de su disponible en productos de primera necesidad”.
“La otra cara de la moneda son las empresas productoras y proveedoras de estos bienes, que verán incrementados sus costos y encontrarán una demanda posiblemente debilitada”, para acotar que sostener los márgenes de rentabilidad “sin modificar el precio al público con costos crecientes, la aritmética dice que es imposible, y las prácticas leales de gestión también”.
“Sin embargo, como en tiempos de crisis la creatividad maximiza su utilidad, surge la ‘reduflaxión’ o inflación invisible”, acota.
Explica que “en esencia, consiste en reducir la cantidad de producto que se vende al consumidor manteniendo (incluso elevando) su precio”, por lo que en lugar de vender envases de un litro, se lleva a 900 gramos por el mismo precio, una práctica generalizada entre quienes compiten, porque por ejemplo una rebaja del cinco por ciento en el precio, se constrasta con una reducción del 10 por ciento en la cantidad, por lo que el consumidor en realidad lo está pagando más caro.
El punto es que no se trata de una ilegalidad, sino de un artilugio que busca mantener las preferencias del comprador sin colocarlo ante el disgusto de enfrentarse a una suba directa –aunque de ello se trate– y que indica que por un lado o por el otro, no hay forma de evadir las leyes de la economía, por más vueltas que se le dé, sin caer en la manipulación de la ecuación calidad-precio-cantidad, influyendo en la subjetividad y muchas veces valiéndose de la falta de información del consumidor. → Leer más