Escribe Ernesto Kreimerman: No ceder frente a las redes corporativas

Estamos, no está demás comenzar reconociendo el segundo problema antes que el primero, frente a un extendido consenso de que nuestras democracias están o atraviesan o viven una crisis. Pero existe el mismo consenso para concluir en que no hay coincidencias acerca de qué tipo de crisis nos toca vivir.
En 1748, cuando el Barón de Montesquieu, Charles Louis de Secondat, publicó “El espíritu de las leyes” dejó establecida su teoría de la división de poderes, muchas han sido las constituciones del mundo que han hecho suyo este principio. Las constituciones postrevolucionarias norteamericana y francesa, dieron lugar a las dos formas de gobierno respondiendo a la necesidad de limitar el poder, dotándose en ambos casos de cierta independencia al poder judicial.

Aún a riesgo de pecar de un exceso de simplificación, en el “El Espíritu de las Leyes” Montesquieu manifiesta que la justicia es el principio fundamental que debe buscar la legislación. Montesquieu enuncia una separación de poderes cuyo propósito es garantizar la justicia y dejar establecidos los límites del poder. En síntesis, este concepto de división de poderes lo que se propone es evitar la concentración de poder en alguno de esos tres poderes del estado.

Por ello, Montesquieu suma en esta conceptualización, el principio de igualdad ante la ley y, al mismo tiempo, la imparcialidad de los jueces. Fundamental, que esas leyes sean claras, conocidas por todos y aplicadas de manera imparcial. Montesquieu insiste en que el sistema judicial debe ser independiente de los otros poderes del estado, como principal garantía de imparcialidad.
Las otras teorías del Barón
Montesquieu trascendió a su tiempo. Severo defensor de la república y crítico de los autoritarismos, ya sea monárquico como alguna expresión del despotismo, advertía que para el mejor desarrollo del sistema político era necesaria una virtud o conducta cívica de parte de los ciudadanos, o sea, una ética que sitúe el bien común, el interés general, por encima del individual y que fomente, especialmente, la participación en la vida política. Por ello, en ausencia de esta “virtud cívica”, o en falta de los equilibrios definidos en la teoría se descompensarían, y con ello, la pérdida de legitimidad del sistema político.

Ha cedido…

Unas de las afirmaciones más celebradas data del año 2004, escrita por Sheldon Wolin, en su libro “Politics and Vision: Continuity and Innovation in Western Political Thought” (Princeton 1960, 2nd Ed. 2004): “la ubicación de la crisis se ha buscado en los lugares equivocados”.

Este libro tuvo una primera versión del año 1960, que fue enriquecida en el 2004. Los capítulos agregados expusieron una nueva profundidad y son en sí mismos un novedoso aporte teórico, como también lo fue “Democracia S.A.: democracia dirigida y el fantasma del totalitarismo invertido”-. Wolin concluye que Estados Unidos había desarrollado una nueva forma política, a la que refirió como “totalitarismo invertido”, donde el poder económico en lugar del político es “peligrosamente dominante”, un tecnofascismo como nueva forma de totalitarismo. En el tecnofascismo, el uso de las telecomunicaciones y de las computadoras es un medio de vigilancia absoluta, consiguiendo adhesiones de una población que percibe una sensación de progreso.

En esta conceptualización, importa la precisión de esta idea: la aparente horizontalidad de una sociedad altamente tecnológica es, entonces, apenas una apariencia casi edulcorante. Por ello, para Wolin el elitismo es un principio político fundamental aquí, mientras la existencia de habilidades desiguales es un hecho ineludible, y una contradicción con un sistema democrático horizontal.
En la edición ampliada, insiste en que la teoría política de finales del siglo XX debería energizar, iluminar y provocar a las generaciones venideras de académicos.

Coincidencias

A partir de este reconocimiento, podría aparecer la primera coincidencia que nos debería ayudar a ordenar esta confusión: el problema de la democracia, el impulso que la ha agotado, es que ha cedido frente a las redes corporativas en sectores organizados que representan los intereses de grupos que son protegidos por encima o más allá del soberano, e incluso, hasta prescindiendo de él. Por ello, hay analistas que no dudan en concluir que, de una relación desigual, no puede menos que producirse la desafiliación, la abulia o el desinterés, el cual no sólo aparece como un rasgo del estado postdemocrático, sino post representativo.
Dicho de otra forma, el agotamiento del sistema representativo no sólo tiene que ver con las democracias parlamentarias, sino que esa misma debilidad o fragilidad ha invadido a las democracias presidencialistas.
En el parlamentarismo, la atomización del sistema de partidos fue debilitando la construcción de coaliciones o alianzas más o menos sostenidas, instalándose progresivamente mayores costos institucionales al momento de dotar de estabilidad al gobierno surgido débil de esas instancias. Hay un concepto, bastante universalizado, respecto a la creciente incapacidad de aportar gobernabilidad a los presidentes, sean éstos del signo que sean. Esta debilidad se refleja en el deterioro del complejo sistema de pesos y contrapesos de poder, de capacidad decisoria, y de una separación de los poderes del estado más marcada, contundente. Surge la tentación autoritaria y el uso del estado como herramienta de construcción de ese poder ilegítimo.

Coaliciones

Pero el foco de la preocupación es el poder en disputa, casi permanente, aunque la zona de incertidumbre electoral sea relativamente pequeña. Y en esos estadios, el diálogo es una suerte de suma de monólogos, tal cual los intercambios de audio de WhatsApp, a diferentes velocidades y pausas. Algunos concluyen, otros quedan colgados, pendientes sin razón definitiva. Pero eso no es un diálogo. Por definición, un diálogo tiene interlocutores que se alternan, y es una forma eficiente de transmitir información y también emociones.

A diferencia de lo que sucede en otras latitudes, cercanas y lejanas, la democracia uruguaya es una democracia de partidos, de fuerte arraigo. Con mayores niveles de volatilidad que en el pasado, se está muy lejos de los registros de nuestros vecinos o de otras referencias que se quiera elegir.
Los partidos han consolidado y contribuido de enorme modo a esa solidez institucional. Aún en la consideración de que los fenómenos propios de la era de las redes se han hecho presente, los partidos también han resistido la erosión del tiempo y sus propios errores.
El riesgo es que las estructuras partidarias se desmoronen frente a las redes corporativas que representan los intereses de grupos que construyen impunidad. Y son protegidos más allá del soberano.