Ni entretenimiento, ni contenido

Durante el siglo pasado la comunicación vivió una revolución tecnológica con una serie de transformaciones que cambiaron la forma en la que nos individuos accedemos a la información. A los periódicos impresos –que ya venían de antes, pero que vivieron transformaciones significativas– en el transcurso del siglo XX se sumaron la radio y la televisión, que también experimentaron cambios profundos que fueron mejorando la experiencia para el receptor. A la par se desarrollaron nuevas formas de entretenerse. Ya existían los libros, por supuesto, también el cine, pero hubo un fuerte desarrollo de ambas industrias, principalmente de los canales de distribución, y aparecieron nuevas opciones para entretenerse, los videojuegos, por ejemplo, publicaciones especializadas. En la mayoría de estos formatos la información y el entretenimiento coexistieron, convivieron tal vez no tan armoniosamente, pero sí estaba claro qué era información, cuáles eran los productos generados por el periodismo y en qué parte estaba uno ingresando en el territorio del mero entretenimiento. Material de “consumo” no obligatorio, como se decía por ahí, porque se entendía que mantenerse informado, estar al tanto de lo que acontecía era parte de la responsabilidad del ser ciudadano.

Ojo, dejemos bien planteado aquí que no es el propósito de este artículo ser un mero lamento al estilo del todo tiempo pasado fue mejor, porque no necesariamente es así. De hecho puede ser que en muchos aspectos el desarrollo de las tecnologías que empezaron a aflorar con el cambio de siglo, aunque se empezaron a desarrollar bastante antes, mejoraron en muchos aspectos la vida de las personas. Sin ir más lejos en la comunicación interpersonal.

Ahora desaparecieron vocablos y conceptos que durante una época fueron de uso común y diario, como “telediscado”, o “larga distancia”. Nadie duda que es mejor poder enviar un mensaje de texto, audio o video, que tener que esperar largas horas el turno para poder concretar una llamada telefónica con alguien que de pronto estaba a algunos kilómetros. Tal vez hasta convenía más desplazarse hasta allí y conversar personalmente. En fin, hay cientos de ejemplos.

Pero el cambio de siglo y la aparición de la Internet, con sus hijas dilectas las redes sociales, ha supuesto un cambio bastante más profundo, una especie de aplanamiento de todo en un mínimo producto común que tienen el mismo objetivo de disputar la atención del público: el contenido. Todos, y en esto se incluye a un tiktoker, un youtuber, un streamer, un periodista con una importante denuncia, un investigador con un hallazgo sumamente relevante, un político opositor con un cuestionamiento al gobierno –o un oficialista contestándole–, un profesional que quiere darse a conocer, un carnicero enseñando a trocear pollo, y así podría seguir una larga lista de ejemplos, comparten un mínimo rectángulo en la pantalla disputándose los ojos de alguien que está sentado con la mejor de las suertes en una plaza, o en el andén esperando para subir al ómnibus, viéndolos pasar. Viendo pasar “contenido” que se le ofrece y seleccionando el que capta su atención. En este “ver pasar” aparece todo mezclado. Ya no existe aquel límite que separaba información de entretenimiento. En realidad sí existe, solo que hemos dejado de percibirlo. Ya ni hablemos de distinguir entre periodismo de calidad y el mero pasatiempo que se ocupa de información en general irrelevante pero que se “disfraza” de seriedad, copiando formatos de entrevistas, paneles de expertos, análisis y hasta presentación de datos y estadísticas, ese es un debate que nos pasó por encima y que ya no tiene sentido, caducó por intrascendente, porque hoy el dilema es mucho más profundo.

Hoy el periodismo se enfrenta al absurdo desafío de además de tener que ser riguroso y actual, tener que ser entretenido, poder sumergirse en el barro de las redes sociales y salir airoso de la disputa con un video de gatitos que se asustan al encontrarse con un pepino. Y claro, cuando hay un siniestro de tránsito con desenlace fatal, o una violenta rapiña que ha quedado registrada, o cuando se genera una trifulca en un partido de fútbol con lesionados, es más fácil, siempre y cuando los verdaderos “dueños” de la pelota, ya sea Meta o Google, no consideren la verdadera información “ofensiva”, o que “promueve la discriminación o la violencia” o que la imagen es “violenta”, en cuyo caso puede decidir “castigar” al medio cerrándole la cuenta parcial o definitivamente, en una suerte de dictadura controlada por los algoritmos de lo políticamente correcto.

Sin embargo a veces cuando hay una denuncia seria de irregularidades en la gestión de tal o cual dependencia también despierta el interés del público, pero enseguida da lugar a otro fenómeno, que es el de la discusión entre partidarios de tal o cual causa, y entendámonos, no es un debate real, es una discusión entre dos o más personas que concurren a esa arena con posiciones tan firmes que no admiten una revisión o una relativización al menos. Radicales que se enfrentan esgrimiendo reproches por cuestionamientos previos, que muchas veces ni se toman el trabajo de leer la información, porque no les interesa siquiera. Es más, hoy en día tal vez se trate incluso de personas que no están aquí y cuyo cometido es justamente intervenir en esta discusión, a cambio de algo. Peor aún, hoy en día tal vez ni siquiera se trata de personas. Pero esa también es otra discusión aparte.
¿Quién es el responsable de haber permitido que esta situación llegue a este extremo?

Posiblemente todos. Seguramente el mismo periodismo tenga buena parte de la responsabilidad al haber aceptado meterse voluntariamente en estas arenas movedizas, de las que tendrá que encontrar la forma de salir.