Los avatares de la globalización

La globalización llegó para quedarse, es el razonamiento que ha primado en los últimos años a partir de la interrelación creciente entre las naciones y regiones en el ordenamiento mundial y la gradual superación de barreras físicas en cuanto a la difusión de eventos que hasta no hace muchas décadas quedaban prácticamente compartimentados durante largo tiempo, hasta que recién se proyectan al resto del mundo ya más diluidos y menos trascendentes en sus consecuencias.

Pero sobre todo el factor que se ha exacerbado en los últimos años es el de la inmediatez en la globalización, en la repercusión urbi et orbi, de la mano con el desarrollo de las comunicaciones y sobre todo la difusión de Internet, que hace que al instante se tenga una visión –no siempre fidedigna ni libre de distorsiones interesadas– de lo que sucede en otras partes del mundo.
En el área de la economía, lo que ocurre con las cosechas, los valores de las materias primas, el petróleo, los fletes, mercados afectados por especulaciones y riesgos, es un factor omnipresente, pero de una u otra forma, a lo largo de la última década no se han registrado acontecimientos realmente revulsivos y una proyección más o menos efímera, y por ello sin generar convulsiones de la magnitud como las que lamentablemente hemos tenido en los últimos dos años y que naturalmente, afectan en mucho mayor medida a las naciones emergentes y/o vulnerables, como es el caso del Uruguay y nuestra región del Cono Sur latinoamericano.

Por supuesto, el primero de estos eventos negativos ha sido el de la pandemia de COVID-19, evaluada desde el punto de vista sanitario y/o económico, desde que además de miles de muertos en todo el mundo ha sido dramática desde el punto de vista socioeconómico, con pérdidas de cientos de miles de puestos de trabajo en los países más vulnerables, cierre de empresas, caída del producto bruto mundial, devastación en sectores como el turismo y rubros conexos, lo que ha significado un retroceso de alto impacto.
Encima, cuando se había iniciado una incipiente recuperación y retorno a valores prepandemia, nos encontramos con que la invasión rusa a Ucrania ha repercutido muy negativamente en la economía mundial, más allá de su dramatismo en pérdidas de vidas humanas y materiales en el país invadido, por cuanto la reacción de los mercados, ante la incertidumbre respecto al abastecimiento de petróleo y gas natural, además de las cosechas de esa zona del mundo, ha hecho disparar los valores de estos insumos y generado a la vez expectativas negativas en cuanto a lo que surgiría de una prolongación del conflicto bélico.

Malas noticias para el mundo globalizado, precisamente, más allá de algunos beneficiarios directos que producen lo que se ha valorizado, por cuanto lo que ganan por un lado lo pierden por otro, y con consecuencias más significativas en naciones que no cuentan con reservas ni espalda financiera, a la vez de ser tomadores de precios, como es el caso concreto del Uruguay.
Los mayores costos determinan inflación global, y en un país en serio es imposible que los precios internacionales no se trasladen a lo interno, salvo en países enajenados como Argentina, donde todo se trata de contener mediante subsidios delirantes que solo agravan su situación por tratarse de una fantasía que dura lo que un lirio por la inviabilidad de gastar recursos sin generarlos.
En suma, estamos ante un efecto dominó de duración y consecuencias imprevisibles, por lo que la reacción de los mercados siempre ha sido la de especular con el peor escenario posible. Ello hace que se reajusten valores al alza para cubrirse de eventuales pérdidas, y ello ha sido determinante para generar un arrastre propio de una bola de nieve que nadie sabe a ciencia cierta dónde ni cuándo va a parar. Ergo, una interrogante de recibo es la pregunta sobre qué tipo de globalización tendremos después del doble impacto de la pandemia y la guerra de Ucrania, aunque la tengamos a miles de kilómetros de distancia.

Una pista sobre la problemática la ensaya el economista Carlos Steneri, en el suplemento Economía y Mercado, del diario El País, cuando analiza que “en la búsqueda de respuestas sobre el nuevo derrotero, un enfoque sería considerar el lapsus actual como el advenimiento de una etapa nueva de la globalización, cuyo diseño incluirá la cobertura de riesgos ahora explicitados como la dimensión ambiental, la seguridad alimentaria, de aprovisionamiento de bienes estratégicos y también de fronteras. A ello se le estaría agregando el cumplimiento de estándares mínimos de comportamiento internacional, so pena de ser segregado del comercio de bienes y servicios financieros globales”, de lo que son ejemplo reciente las sanciones a Rusia.
Hacer futurismo en materia de economía, ante la gran volatilidad de los mercados y la acechanza inevitable de factores imprevisibles –tenemos el claro ejemplo de la pandemia y de la invasión rusa– es de alto riesgo y difícil de prever hasta en aspectos básicos, por lo que siempre hay que esperar avatares y tener en cuenta que una cosa son por ejemplo avatares para Estados Unidos, Alemania, Japón, el Reino Unido, y otra muy distinta para Uruguay, ente otros países del tercer mundo, que a su subdesarrollo –son en esencia productores de materias primas– le agregan una alta vulnerabilidad, déficit de infraestructura y falta de espalda financiera para capear el temporal mientras dure la tormenta.

Es cierto, como especula el Ec. Steneri, que “es difícil imaginar un desdibujamiento permanente de la profundidad actual del comercio internacional. Los consumidores trascienden la política, pues es mucho más lo que está en juego en materia de bienestar ganado, más cuando la globalización fue el vehículo a través del cual la humanidad progresa como nunca antes durante los dos últimos siglos”.
Pero aún en un marco optimista y considerando que pese a todo la globalización seguirá su marcha, en el hilado fino nos encontraremos que siempre habrá beneficiados y perjudicados en el promedio, de acuerdo a su vulnerabilidad y las circunstancias. La regla de oro es que por encima de las circunstancias y el tamaño de las economías, el peso en el esquema global, la receta invariable es la de hacer lo que se debe hacer para reducir vulnerabilidades.

Y en Uruguay, más allá de los aspectos coyunturales que siempre cuentan y los cortoplacismos extremos en que nos manejamos, las repuestas vendrán de la mano de condiciones para la inversión, reducir el peso del Estado sobre los actores reales de la economía, que es el sector privado, y hacer que el Estado, que es el gran problema y no la solución, obre como el catalizador que debe ser para dinamizar la economía y contribuir a reciclar riqueza.
Es decir, en las antípodas del gasto público alegre y voluntarista que se dio sobre todo hasta fines de 2019 de la mano de los gobiernos de izquierda, despilfarrando los ingresos extra de una década de bonanza originada en el escenario favorable de la economía mundial. Lo que lamentamos amargamente hoy, por no haber volcado esos recursos a dar sustentabilidad a la economía, y en cambio quedarnos con un déficit fiscal por nada que valiera la pena.