Escribe Ernesto Kreimerman: La banalidad de la locura y el zenit

Hace unas décadas, más precisamente en el año 1961, se desarrollaba en Jerusalén el juicio a Adolf Eichmann, un alto jerarca nazi miembro de las SS, un criminal de guerra responsable, junto a los jerarcas del régimen, de “la solución final del problema judío”, que significó la muerte de seis millones de judíos.
Entre abril y junio del año 1961, Hannah Arendt realizó la cobertura como reportera para la revista The New Yorker del juicio histórico contra Adolf Eichmann, en Jerusalén. Además de los artículos en los que fue dando un relato muy sólido de lo que allí se iba viviendo, una labor más reflexiva del proceso la presenta en su libro más conocido y polémico,​ titulado “Eichmann en Jerusalén”, al que acompaña con un subtítulo que, por su fuerza conceptual, marcaría de manera radical su obra: “Un informe sobre la banalidad del mal”. La primera edición se concretó en el año 1963 en EE. UU. No tardaría una edición en la Alemania Occidental.
“Fue como si en aquellos últimos minutos –Eichmann– resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante lo cual las palabras y el pensamiento se sienten impotentes”, escribió Hannah. Y si bien, en aquellos días la expresión banalidad a la que apeló la autora fue cuestionada severamente, la formulación del concepto “banalización del mal” fue aún más debatido. En la edición alemana del año 1964, Arendt fundamenta este concepto: “… en el informe solo se discute la posible banalidad del mal en el terreno de lo fáctico, como un fenómeno que era imposible pasar por alto. Eichmann no era (…) Macbeth (…). A excepción de una diligencia poco común por hacer todo aquello que pudiese ayudarle a prosperar, no tenía absolutamente ningún motivo”.
En 1969, volvió a reflexionar sobre este concepto. En efecto, en una carta dirigida a la novelista estadounidense Mary Therese McCarthy, Hannah Arendt afina la puntería: “… la expresión ‘banalidad del mal’ como tal está en contraposición al ‘mal radical’ (Kant) que empleé en el libro sobre el totalitarismo”. De allí que Arendt advirtiera que la tipificación del crimen de Eichmann no resultaba de fácil clasificación. Es que “lo que ocurrió en el campo de concentración de Auschwitz no ha tenido ejemplos anteriores. La expresión, proveniente del imperialismo inglés, ‘asesinato en masa administrativo’, se le ajusta mejor que ‘genocidio’”.
La introducción de este concepto, “banalización del mal”, luego de una etapa inicial de cuestionamientos y reproches, cobró cierta vida propia a partir de las polémicas, y con sesgos nuevos. Ello llevó a que Arendt se viera forzada a realizar nuevas precisiones. Por ejemplo, a ratificar que el proceso contra Eichmann se había realizado correctamente. Valoró como jurídicamente irrelevante la línea argumental de la defensa de Eichmann que, básicamente, pretendía explicar que el funcionario nazi “apenas si” había sido solo una pieza menor en el enorme engranaje del aparato burocrático. Fue ejecutado en justicia, concluye Arendt. Es que, en el nacionalsocialismo de los años ‘30 y ‘40 del siglo XX, la sociedad oficial estuvo implicada en los crímenes y en las estrategias de una “industrialización de la muerte”. Las ejecuciones de judíos no eran actos individuales, sino que masivos, de decenas y centenares en siniestras cámaras de gas. Por esto, Hannah recuerda que estas matanzas no fueron concebidas repentinamente, sino que fueron evolucionando, tanto en lo conceptual como en su instrumentación, con un fuerte soporte administrativo y logístico. Esa lógica de exterminio industrial, de crímenes en masa, fueron consentidas “hasta que se llegó a un punto en el que ya no podía pasar nada peor”. Por ello, Arendt concluye: el holocausto no fue realizado por “gánsteres, monstruos o sádicos furibundos, sino por los miembros más respetables de la honorable sociedad”. Así, a los que colaboraron y siguieron órdenes no debe preguntárseles “¿por qué obedeciste?”, sino “¿por qué colaboraste?” Y en estas dos preguntas, hay una diferencia conceptual a la hora de analizar la aterradora experiencia alemana de aquel entonces.
Obedecer es una cosa, colaborar es otra. Obedecer, según el diccionario de la RAE, es cumplir la voluntad de quien manda. Pero colaborar es trabajar con otra u otras personas en la realización de una obra; es contribuir, o sea, ayudar, en forma voluntaria, con otros al logro de algún fin. La diferencia conceptual es clara, y exime de más comentarios.
Klass y la crueldad
Brian Klass, de la University College de Londres, no anda con vueltas, lo dice así: “un hombre (y el peligroso movimiento que ha desatado) plantea un riesgo existencial para la democracia estadounidense y, por extensión, para la estabilidad y prosperidad de nuestro mundo”.
La elección presidencial estadounidense es un capítulo más entre un “fanático racista y misógino de 77 años que ha sido declarado responsable de violación, que incitó a una insurrección violenta y mortal destinada a anular unas elecciones democráticas, que ha cometido fraude masivo para enriquecimiento personal y que se enfrenta a 91 cargos distintos por delitos graves en su contra y que ha discutido abiertamente sus estrategias autoritarias para gobernar si regresa al poder”. El otro, tiene 80, mayor sensatez, pero también achaques propios de su avanzada edad.
Klass no sale de su sorpresa: en uno de sus últimos discursos Trump prometió ser duro con el crimen ejecutando a personas por delitos menores como hurto en tiendas.
“La prensa ha sucumbido al efecto adormecedor de la banalidad de la locura”, advierte Klass. La desmesura, los desbordes verbales, la violencia simbólica, la arrogancia de la ignorancia de las cuestiones constitucionales y legales, la soberbia de la mentira, han alcanzado niveles insólitos, con un agravante: “antes” cuando alguien la macaneaba, aún con discursos a media lengua, se excusaba. Esta “debilidad” hoy no tiene espacio. Es una práctica abandonada. Y el rol vigilante de la prensa, como reserva institucional de los valores democráticos, ha sido abandonado. Hay excepciones, y juegan un papel fundamental para apuntalar la libertad de expresión y la calidad informativa, insumos necesarios para que el ciudadano ejerza su derecho a partir de decisiones informadas.
Las cuestiones del espacio público, con personajes como Trump, Bolsonaro, Milei, Abascal y algunos otros, son sólo de jactancia. Cada uno de ellos representa opciones de una ultraderecha regresiva y avasalladora, que necesita vestir de locura sus atropellos, y banalizarlos, para no hacerse cargo de sus arrebatos.
Es tiempo de democracia, de responsabilidad frente a los espacios públicos. En estos casos, el zenit no resulta el punto culminante, sino que se ha convertido en el final de la carrera, el punto más alto desde donde caer y asegurar el suicidio político. El punto final de una aventura, pero lamentablemente, socialmente muy dolorosa y costosa en recursos. Es que las bestias pardas cuando caen riegan la tierra de sangre.

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